
En el zaguán bañado en sangre, yace el cuerpo del general. Arrodillada a su lado, abrazada a él, llora Damasita Boedo. El sargento Sosa mira aquello como un niño que ha perdido su madre en un terremoto.Todos corren, gritan. Nadie comprende nada: ¿dónde es¬tán los federales? ¿Por qué no han muerto a los demás? ¿Por qué no han cortado la cabeza a Lavalle?"No saben a quién han matado en la noche ", dice Frías. "Han tirado en la oscuridad." "Está claro", piensa Pedernera. Hay que huir antes que lo comprendan. Da órde¬nes enérgicas y precisas, el cuerpo es envuelto en el poncho y colocado sobre el tordillo del general, y al galope alcanzan nuevamente los Tapiales de Castañeda, donde espera el resto de la Legión.Dice el coronel Pedernera: "Oribe ha jurado mostrar la cabeza del general en la punta de una pica, en la plaza de la Victoria. Eso nunca habrá de suceder, compañeros. En siete días podemos alcanzar la frontera de Bolivia, y allá descan¬sarán los restos de nuestro jefe".Divide entonces sus fuerzas, ordena a un grupo de tira¬dores defender la retirada de la retaguardia, y luego empren¬den la marcha final hacia el exilio.
La noche es helada y la luna ilumina frígidamente la que¬brada. Los ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pen¬dientes de los rumores del sur. El Río Grande serpentea como mercurio brillante, testigo indiferente de luchas, ex¬pediciones y matanzas. Ejércitos del Inca, caravanas de cautivos, columnas de conquistadores españoles que ya traían su sangre (piensa el alférez Celedonio Olmos) y que cuatrocientos años más tarde vivirán secretamente en la sangre de Alejandra (piensa Martín). Luego, caballerías patriotas rechazando los godos hacia el norte, después los godos volviendo a avanzar hacia el sur, y una vez más los patriotas rechazándolos. Con lanza y tercerola, a espada y cuchillo, mutilándose y degollándose con el furor de los hermanos. Luego noches de silencio mineral en que vuelve a sentirse el solo murmullo del Río Grande, imponiéndose lenta pero seguramente sobre los sangrientos ¡pero tan transitorios! combates entre los hombres. Hasta que nueva¬mente los alaridos de muerte vuelven a teñirse de rojo y poblaciones enteras huyen hacia abajo, haciendo tabla rasa, incendiando sus casas y destruyendo sus haciendas, para retornar más tarde, una vez más hacia la tierra eterna en que nacieron y sufrieron. Ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pues, en la noche mineral. Y una voz apagada, apenas rasgando una guitarra, canta:Palomita blanca,vidalita,que cruzas el valle,vé a decir a todos,vidalita,que ha muerto Lavalle.Y cuando el nuevo día amanece remidan la marcha hacia el norte.El alférez Celedonio Olmos cabalga ahora al lado del sargento Aparicio Sosa, que marcha callado y pensativo.El alférez lo mira. Durante días se ha venido preguntan¬do. Su alma se ha marchitado en los últimos meses como una flor delicada en un cataclismo planetario. Pero ha empe¬zado a comprender, a medida que más absurda es esa última retirada.Ciento setenta y cinco hombres galopando furiosamente durante siete días por un cadáver."Nunca Oribe tendrá la cabeza", le ha dicho el sargento Sosa. Así que en medio de la destrucción de aquellas torres el alférez adolescente empezaba a entrever otra; refulgente indestructible. Una sola. Pero por ella valía la pena vivir y morir.
En la noche silenciosa y helada se pueden oír los cascos de la caballería en retirada. Siempre hacia el norte
Colosales cataclismos levantaron aquellas cordilleras del noroeste y desde doscientos cincuenta mil años vientos pro¬venientes de la regiones que se encuentran más allá de las cumbres occidentales, hacia la frontera, cavaron y trabaja¬ron misteriosas y formidables catedrales.Y la Legión (los restos de la Legión) sigue su galope hacia el norte, perseguida por las fuerzas de Oribe. Sobre el tordillo de pelea, envuelto en su poncho, pudriéndose, he¬diendo, va el cuerpo hinchando del general
Quedan treinta y cinco leguas. Tres días de marcha a galope tendido, con el cadáver que hiede y destila los líquidos de la podredumbre, con unos tiradores a la retaguardia que cu¬bren las espaldas, que quizá son poco a poco diezmados y lanceados o degollados. Desde Jujuy hasta Huacalera, vein¬ticuatro leguas. Nada más que treinta y cinco leguas, se dicen a sí mismos. Nada más que cuatro o cinco días de marcha, si Dios los ayuda.
Pedernera ordena hacer alto y habla con sus camaradas: el cuerpo se hincha, el olor es insoportable. Habrá que descarnarlo para conservar los huesos y la cabeza. Nunca la tendrá Oribe.Pero ¿quién quiere hacerlo? Y sobre todo, ¿quien podráhacerlo?El coronel Alejandro Danel lo hará.Entonces descienden el cuerpo, lo depositan a orillas del arroyo, es necesario rajarle la ropa a cuchillo, tensa por la hinchazón. Luego Danel se arrodilla a su lado y desenvai¬na el cuchillo de monte. Durante unos instantes contempla el cadáver deforme de su jefe. También lo contemplan los hombres que forman un círculo taciturno. Y entonces Danel hinca el cuchillo en donde la podredumbre ya ha empezado su tarea. El arroyo Huacalera arrastra los pedazos de carne, aguas abajo, mientras los huesos van siendo amontonados sobre el poncho.El alma de Lavalle advierte las lágrimas de Danel y reflexiona así: "Sufres por mí, pero deberías sufrir por ti y por los camaradas que quedan vivos. Yo no importo, ahora. Lo que en mí se corrompía, tú lo estás arrancando y las aguas de este río lo llevarán lejos, pronto ayudará a una planta a crecer, quizá con el tiempo se convierta en flor, en perfume. Ya ves que esto no debería entristecerte. Y, además, así sólo quedarán de mí los huesos, lo único que en nosotros se acerca a la piedra y a la eternidad. Y me conforta que guarden el corazón. ¡Tan lealmente me ha acompañado en la adversidad! Y también la cabeza, sí. Esa cabeza que aquellos doctores dicen que nada valía. Quizá lo dijeron porque me repugnaba aliarme con extranjeros o porque esa larga retira¬da les pareció absurda y sin objeto, porque no me decidí a atacar a Buenos Aires cuando temamos sus cúpulas a la vista: esos intelectuales que no sabían que en aquellos días en que volví a ver los campos en que fusilé a Dorrego me atormentaba su recuerdo, y más ahora que veía que el pueblo de la campaña estaba con él y no con nosotros, cuando cantaba
Cielo y cielo nublado
por la muerte de Dorrego...