Montaña y Arbol

Poesía, Cuentos, Arte y Literatura

sábado, septiembre 27, 2014

"En una Huerta" II - Rafael Martel


II
En una huerta



La montaña en verde
Una niña en flor
La montaña enciende
Vestida de sol.


Una huerta verde
La granada en flor
De fragancias frescas
Desgranando el don.


Y la niña fresca
Regalando amor
Que lo trae ella
En su vientre ardor

De sus pechos frescos
Ya se sacia el sol
El gallo en la mañana
La virgen en flor


Melusina canta
En altivo son
¡Beberé tus ojos
Beberás el don ¡


Desta fuente grande
Saciaras dolor
Saciaras dilemas
En la niña albor.


De sus frutos frescos
Despidiendo olor
Despidiendo dones
Como en un licor


Dorados los campos
Dorado el fulgor
Que son hojas mustias
Fueron parque en flor.




Rafael Martel

viernes, septiembre 26, 2014

"Meditaciones, III" - Rafael Martel



III
Meditaciones


A saber que no sabemos
Como un pájaro a de ver,
Ansiamos ir en alas del viento,
En busca de un falso portento.

Por tanto, aprende bien,
En este viejo dilema,
La conocida pena
 De quien es quien.

Fraudulento es entonces,
El creer como debe ser,
Si tan solo se es un hombre,
Mortal como siempre fue.

Transitoria son todas las cosas
Como aquello que se es,
Que ha nacido
Que ha llegado a ser.

Porque se esta organizado,
Porque se es perecedero,
Y por que a fin de cuentas,
Siempre se ha de perecer.

El cuerpo que es tumba extraña.
La que es verdad cercana,
De que se es un ser mortal,
Y que es lo único claro,
Lo único real.



Rafael Martel

martes, septiembre 16, 2014

LAS ELEGÍAS DEL DUINO - La Décima Elegía - Rainer María Rilke (Praga, 1875 - Suiza, 1926)




LAS ELEGÍAS DE DUINO (1922)

La Décima Elegía



Que un día, a la salida de esta visión feroz, eleve yo

mi canto de júbilo y gloria hasta los ángeles, que asentirán.
Que de los claros martillazos [20] del corazón, ninguno
golpee mal en cuerdas flojas, dudosas o que se rompan.
Que mi rostro fluido me haga más resplandeciente:
que el llanto imperceptible florezca. Oh, entonces, cómo
me serán queridas ustedes, noches de aflicción.
Cómo no me arrodillé más ante ustedes, hermanas
inconsolables, para recibirlas; cómo no me abandoné
a mí mismo, más suelto todavía, en su suelto cabello.
Nosotros, derrochadores de dolores. Cómo por anticipado
los divisamos en la triste duración: por si tal vez
tienen final. Pero ellos son, desde luego, nuestro
follaje de invierno, nuestro oscuro verde perenne,
uno de los tiempos del año secreto, no sólo tiempo—;
son lugar, asentamiento, lecho, suelo, domicilio.

Por cierto, ay, qué extrañas son las callejuelas
de la Ciudad del Dolor, donde en el falso silencio,
fuerte, hecho de gritería, lo que ha sido vertido
del molde del vacío alardea: el dorado estrépito,
el monumento estallante. Oh, cómo un ángel
les aniquilaría, sin dejar rastro, el mercado
de consuelos, al que la iglesia rodea, la que compraron
prefabricada: limpia, cerrada y desengañada como
una oficina de correos en domingo. Fuera, en cambio, cómo
se encrespan las orillas de la feria. ¡Columpios
de la libertad! ¡Buzos y malabaristas del afán!
Y el tiro al blanco de la felicidad acicalada,
con figuritas, donde los blancos se tambalean
como de hojalata cuando son alcanzados por un tirador
más atinado. Del aplauso hacia el azar, sigue él,
a traspiés; pues se anuncian puestos de todo tipo
de curiosidades, tocan al tambor y chillan. Pero hay
para los adultos algo más especial que ver: cómo
se multiplica el dinero, anatómicamente, no sólo
por diversión: el órgano genital del dinero, todo,
el conjunto, el procedimiento, esto instruye y hace
fértil...
...Oh, pero ahí junto, afuera, detrás de
las últimas palizadas, tapizadas de anuncios
de "Sin Muerte", de esa amarga cerveza, que parece dulce
a sus bebedores, siempre y cuando mastiquen con ella
diversiones frescas..., exactamente a espaldas
de las palizadas, exactamente detrás, está lo real.
Los niños juegan, los amantes se toman uno al otro,
apartados, con seriedad, en la pobre hierba, y los perros
tienen la naturaleza. El muchacho es atraído más allá;
quizás ama a una joven Lamentación... Tras ella va
por praderas. Ella dice: —Lejos. Vivimos allá afuera.
—¿Dónde? Y el muchacho sigue. Ella lo conmueve con su
actitud. El hombro, el cuello... quizás ella es de noble
origen. Pero la deja, se da la vuelta, mira en torno,
hace una seña... ¿Qué se ha de hacer? Ella es una
Lamentación.

Sólo los muertos jóvenes, en la primera condición
de serenidad atemporal, la deshabituación, la siguen
con amor. Ella aguarda a las chicas y se hace amiga
de ellas. Silenciosamente les muestra lo que lleva
consigo. Perlas de dolor y los finos velos
de la tolerancia. Con los muchachos camina
en silencio.

Pero ahí, donde viven, en el valle, una Lamentación,
una de las más ancianas, se encarga del muchacho, cuando
él pregunta: —Nosotras éramos, dice ella, una
gran familia, nosotras, las lamentaciones. Los padres
trabajaban en la minería, ahí en la gran montaña:
entre los hombres, a veces encuentras un pedazo
de dolor original, pulimentado, o lascas de ira
petrificada del viejo volcán. Sí, esto venía de ahí.
Alguna vez fuimos ricas.

Y ella lo conduce ligeramente a través del amplio paisaje
de las lamentaciones, le muestra las columnas
de los templos y las ruinas de los castillos, desde donde
antiguamente, los príncipes de las lamentaciones
con sabiduría gobernaban el país. Le muestra los altos
árboles de las lágrimas y los campos de la florida
melancolía. (Los vivos sólo la conocen como follaje
tierno.) Le muestra los animales del duelo, paciendo,
y a veces, un pájaro se espanta, y traza en el espacio,
volando bajo, frente a ellos, de través, al ras
de su mirada, la imagen escrita de su grito solitario.
Al atardecer lo lleva a las tumbas de los ancianos
de la familia de las lamentaciones, las sibilas
y los señores del consejo. Pero se acerca la noche,
así que caminan más quedo, y pronto se levanta, lleno
de luna, el monumento funerario, que vela sobre todas
las cosas. Es hermano de aquélla del Nilo, la sublime
esfinge: rostro de la cámara callada. Y se asombran ante
la cabeza coronada, que para siempre, silenciosamente,
ha puesto el rostro de los hombres sobre la balanza de las estrellas.

Los ojos del muchacho no la aprehenden, todavía
en el vértigo de la muerte temprana. Pero la mirada
de la esfinge, desde detrás del borde del pschent, [21]
espanta al búho. [22] Y rozándola en lento frotamiento
a lo largo de la mejilla, la de redondez más madura,
el búho dibuja suavemente en su nuevo oído de muerto,
sobre una hoja doble, abierta, el contorno
indescriptible.

Y más arriba, las estrellas. Nuevas. Las estrellas
del país del dolor. Lentamente las nombra la Lamentación:
"Mira, aquí: el Jinete, el Bastón, y a la constelación
más llena la llaman: Corona de Frutos. Luego, más allá,
hacia el polo: Cuna, Camino, el Libro Ardiente, Títere,
Ventana. Pero en el cielo del sur, pura como en la palma
de una mano bendita, la clara M resplandeciente,
que significa las Madres...

Pero el muerto debe avanzar, y en silencio la anciana
Lamentación lo lleva hasta el barranco
donde resplandece la luna:
la Fuente de la Alegría. Con veneración
ella la nombra, dice: "Entre los hombres
es una corriente que arrastra".

Están al pie de la montaña
y ahí ella lo abraza, llorando.

Sube él, solitario, hacia los montes del dolor original.
Y ni siquiera una vez su paso resuena desde el destino mudo.

Pero si despertaran en nosotros un símbolo, ellos,
los interminablemente muertos, mira, señalarían quizás
los amentos [23] de los avellanos vacíos, colgantes,
o pensarían en la lluvia, que cae sobre el suelo oscuro en primavera.

Y nosotros, que pensamos en la dicha creciente,
sentiríamos la emoción
que casi nos consterna
cuando algo dichoso cae.


     [20] En el piano, el sonido se produce por mazos que golpean en cuerdas.


      [21] La doble corona de los faraones, que representaba la unión del sur y del norte, del alto y del bajo Egipto; la llevó también la esfinge de Gizeh (actualmente, sólo conserva un fragmento).

      [22] Anécdota autobiográfica, recogida en una carta a Magda Hattinberg (1 de febrero de 1914), sobre el viaje de Rilke a Egipto a finales de 1910, en el cual creyó escuchar cómo un búho, con el sonido de su vuelo, dibujaba la mejilla de la esfinge:
      “Detrás del saliente del gorro real que lleva la esfinge en la cabeza, salió volando un búho, y lentamente, con un sonido que se oía de modo indescriptible en la limpia profundidad de la noche, con su suave vuelo fue rozando su rostro: y en aquel momento, en mi oído, que por el hecho de haber estado horas y horas en el silencio de la noche había adquirido una agudeza muy especial, surgió el dibujo del perfil de aquella mejilla, como por un milagro.”
      Sin embargo, Rilke escribió a Muzot sobre la imaginería egipcia de esta elegía, que “el país de las lamentaciones, por el que la anciana Lamentación guía al joven muerto, no debe identificarse con Egipto, sino verse como sólo una especie de reflejo del país del Nilo en la claridad de desierto de la conciencia del muerto.”

            [23] Flores de racimo de ciertos arboles.



Rainer María Rilke 

Versión y notas de José Joaquín Blanco

domingo, septiembre 14, 2014

LAS ELEGÍAS DEL DUINO - La Novena Elegía - Rainer María Rilke (Praga, 1875 - Suiza, 1926)



LAS ELEGÍAS DE DUINO (1922)

La Novena Elegía


¿Por qué, si es posible llevar el plazo de la existencia

como un laurel, [18] un poco más verde que todo
lo otro verde, con pequeñas ondulaciones en la orilla
de cada hoja (como una sonrisa del viento): por qué,
entonces, tener que ser humanos -y, evitando el
destino, anhelar destino?...
Oh, no porque haya felicidad,
esa prematura ganancia de una pérdida cercana...
No por curiosidad, ni como ejercicio del corazón,
que también pudiera estar en el laurel...
Sino porque es mucho estar aquí, y porque al parecer nos
necesita todo lo de aquí, lo fugaz, de manera extraña
nos concierne. A nosotros, los más fugaces. Todo una
vez, sólo una. Una vez y nada más. Y nosotros también
una vez. Nunca otra. Pero este
haber sido una vez, aunque sea una sola:
haber sido terrenal, no parece revocable.

Y así nos urgimos y queremos llevarlo a cabo,
queremos contenerlo en nuestras simples manos,
en nuestra mirada cada vez más colmada y en el corazón
atónito. Queremos llegar a serlo. ¿Dárselo a quién? Mejor
consérvalo todo para siempre... Ah, por el otro lado,
ay, ¿qué se lleva uno más allá? No la mirada, la aquí
lentamente aprendida, ni nada de lo que ocurrió aquí.
Ninguna cosa. Entonces, los dolores. Entonces sobre todo
la pesadumbre, entonces la larga experiencia del amor;
entonces lo puramente indecible. Pero luego, bajo
las estrellas, ¿qué ha de ser de eso? Ellas son mejores
inefables. Pues bajando por la falda de la montaña,
el caminante tampoco trae al valle un puñado de tierra,
la inefable para todos, sino una palabra ganada, pura,
la genciana [19] amarilla y azul. ¿Acaso estamos aquí
para decir: casa, puente, fuente, puerta, jarra, árbol
frutal, ventana; a lo más: columna, torre?... Sino
para decir, compréndelo, oh para decirlo así, como
íntimamente las cosas mismas nunca creyeron serlo. ¿No es
la secreta astucia de esta callada tierra, cuando
impulsa a los amantes, que en su sentimiento, todas
y cada una de las cosas se arroben?
Umbral: ¿qué es para dos
amantes, gastar su propio, viejo umbral de la puerta
un poco, también ellos, después de los muchos
que los precedieron y antes de los venideros...? Poca cosa.

Aquí está el tiempo de lo decible, aquí su patria.
Habla y confiesa. Más que nunca
van cayéndose las cosas, las que podemos vivir, pues
lo que las sustituye, desplazándolas, es un hacer sin imagen.
Actuar bajo costras, que por sí mismas revientan,
tan pronto por dentro la actividad las rebasa y se limita
de otra manera. Entre los martillos persiste
nuestro corazón, como entre los dientes
la lengua, que sin embargo
continúa alabando.

Alabe el mundo al ángel. No el mundo inefable. Ante
el ángel no puedes jactarte de tu sentir esplendoroso;
en el universo, donde él, más sensible, siente, eres
un novato. Por esto, muéstrale lo sencillo,
lo configurado de generación en generación, lo que
como cosa nuestra vive junto a la mano y en la mirada.
Dile las cosas. Se quedará más asombrado, como
lo estuviste tú junto al cordelero en Roma o al alfarero
en el Nilo. Muéstrale qué feliz puede ser una cosa, qué
libre de culpa y qué nuestra; cómo el propio dolor
que se queja se encamina, puro, hacia la forma, sirve
como una cosa, o muere en una cosa —y felizmente escapa
del violín, rumbo al otro lado. Y estas cosas, que viven
en el camino de salida, entienden que las alabas;
pasajeras, nos creen algo que salva, a nosotros, los más
pasajeros. Quieren que las transformemos por completo,
dentro del corazón invisible, ¡en —oh, infinitamente—
nosotros!, quienesquiera que finalmente seamos.

Tierra, ¿no es esto lo que quieres: invisible
resurgir en nosotros? ¿No es tu sueño
ser alguna vez invisible? ¡Tierra! ¡Invisible!
¿Cuál, si no la transformación, es tu misión urgente?
Tierra, tú, amada, yo quiero. Oh, créeme: no necesitas
más de tus primaveras para ganarme para ti, una,
ay, una sola es ya demasiado para la sangre.
Sin palabras estoy por ti decidido, desde hace mucho.
Siempre tuviste razón, y tu idea santa
es la muerte íntima.
Mira, yo vivo. ¿De dónde? Ni la infancia ni el futuro
son menos... Existencia de sobra
me mana en el corazón.



   [18] El castillo de Duino tenía laureles. Dafne se convirtió en laurel para escapar de Apolo: símbolo de la fuga del destino humano, rumbo a la serenidad vegetal.


    [19] En algunas regiones de Europa se atribuye propiedades mágicas, contra la muerte, a la genciana, que tiene variedades azules y amarillas (Barjau).


Rainer María Rilke 

Versión y notas de José Joaquín Blanco

viernes, septiembre 12, 2014

LAS ELEGÍAS DEL DUINO - La Octava Elegía - Rainer María Rilke (Praga, 1875 - Suiza, 1926)





LAS ELEGÍAS DE DUINO (1922)

La Octava Elegía


Dedicada a Rudolf Kassner
Con todos los ojos ve la criatura

lo abierto. Pero nuestros ojos están
como al revés, y completamente en torno suyo,
la cercan como trampas, alrededor de su libre salida.
Sólo sabemos lo que hay afuera por la cara del animal,
pues ya desde el principio volteamos al niño
y lo forzamos a que vea de espaldas la creación,
no lo abierto, que en la mirada animal es tan profundo.
Libre de la muerte. Sólo nosotros la vemos;
el libre animal tiene su final siempre detrás
y delante de sí a Dios, y cuando anda, anda
en la eternidad, como andan las fuentes.
Nunca tenemos, ni siquiera un solo día, el espacio puro
delante de nosotros, donde las flores se abren
interminablemente. Siempre está el mundo,
y nunca ninguna parte sin no: la pura, la no vigilada,
la que uno respira e interminablemente conoce y no
anhela. De niño se pierde uno tranquilamente en ella
y nos despiertan a sacudidas. O alguien muere y ya.
Porque cerca de la muerte uno ya no ve a la muerte,
y mira fijamente hacia afuera, quizás con gran mirada
animal. Los amantes —si no estuviera el otro,
que obstruye la vista— se acercan y se asombran...
Como por equivocación, está abierto para ellos detrás
del otro... Pero ninguno avanza y el mundo se queda
de nuevo para él. Siempre vueltos hacia la creación,
vemos solamente sobre ella el reflejo de lo libre,
oscurecido por nosotros. O que un animal, mudo, alza
los ojos tranquilamente y ve a través y a través de nosotros.
Esto se llama destino. Estar en frente y nada más que eso,
y siempre en frente.

Si existiera una conciencia como la nuestra en el seguro
animal que viene hacia nosotros en otra dirección,
nos volcaría con su paso. Pero su ser es para él
infinito, inasible, no tiene vista hacia su condición; es
puro, tal como su mirada abierta hacia delante. Y donde
nosotros vemos el futuro, ahí él ve el todo, y a sí mismo
en el todo, y salvado para siempre.

Y sin embargo hay en el vigilante, cálido animal
el peso y la inquietud de una gran melancolía.
Pues él también siempre lleva consigo lo que a nosotros
con frecuencia nos abruma, el recuerdo,
como si el sitio hacia donde corremos como impelidos,
alguna vez hubiera estado más cerca, hubiese sido más
leal, su contacto infinitamente tierno. Aquí todo
es distancia, allá todo era aliento. Después
de su primer hogar el segundo es para él híbrido
y mudable. Oh, santidad de la criatura pequeña,
que permanece siempre en el vientre que la parió.
Oh, suerte del mosquito, que aun adentro retoza,
incluso en sus bodas: pues el vientre es todo.
Y mira, la media seguridad del pájaro que, desde
su origen, casi conoce ambas cosas, como si fuera un alma
de los etruscos, [17] salida de un muerto, a quien
un espacio acogió, pero con la figura yacente como tapa.
Y qué perplejo está quien debe volar, y proviene
de un vientre. Como espantado de sí mismo, zigzaguea
en el aire, como cuando una grieta se abre en una taza.
Así cruza el rastro del murciélago la porcelana del anochecer.

Y nosotros: siempre espectadores, en todas partes,
¡vueltos hacia el todo, nunca hacia afuera! El todo
nos colma. Lo ordenamos. Se desintegra. Lo volvemos
a ordenar y nos desintegramos nosotros mismos.

¿Quién nos ha volteado así, que hagamos lo que hagamos,
mantenemos la actitud de alguien que se va? Como quien,
desde la última colina, que le muestra una vez más todo
su valle, voltea, se detiene, permanece un momento,
así vivimos nosotros, y siempre nos estamos despidiendo.


      [17] El etrusco muerto tiene doble morada: el cadáver dentro, y su representación gráfica sobre la tapa del sarcófago (Leishmann).

Rainer María Rilke 

Versión y notas de José Joaquín Blanco


miércoles, septiembre 10, 2014

LAS ELEGÍAS DEL DUINO - La Séptima Elegía - Rainer María Rilke (Praga, 1875 - Suiza, 1926)





LAS ELEGÍAS DE DUINO (1922)

La Séptima Elegía



Ya no cortejar, no hacer la corte; voz emancipada

sea la naturaleza de tu grito; aunque gritaste
con la pureza del ave, cuando la nueva estación lo alza,
casi olvidando que es un inquieto animal y no solamente
un corazón único lo que ella lanza a las alturas,
a los cielos íntimos. Como él, así, nada menos,
seguramente también cortejarías una amiga,
todavía invisible, la silenciosa, que supiera de ti;
en la que lentamente una respuesta despierta,
se calienta al ser escuchada: para tu osado
sentimiento, la que siente, encendida.
Oh y la primavera comprendería, no hay lugar donde
no se oyera la tonada de la anunciación. Primero
esa pequeña algarabía interrogativa,
a la que con creciente calma rodea, desde la lejanía,
con su silencio, un día afirmativo, puro.
Luego los escalones ascendentes, escalones sonoros,
hacia el soñado templo del futuro; luego el gorjeo,
el surtidor, que en su chorro impetuoso ya anticipa
la caída en juego promisorio... Y delante, el verano.
No solamente todas las mañanas del verano, no solamente
cómo ellas se transforman en día e irradian
comienzo. No solamente los días que son suaves, alrededor
de flores, y arriba, de árboles bien conformados,
fuertes y poderosos. No sólo el fervor de estas fuerzas
desplegadas, no sólo los caminos, no sólo los prados
en la tarde, no sólo, después de la tormenta tardía,
la claridad respirada. No sólo el sueño próximo y un
presentimiento, al atardecer... ¡Sino las noches!,
sino las noches altas, las noches de verano.
Sino las estrellas, las estrellas de la tierra.
¡Oh, ya estar muerto, y conocerlas interminablemente,
todas las estrellas: pues cómo, cómo, cómo olvidarlas!




Mira, he llamado a la amante. Pero no vendría sólo
ella... De tumbas endebles saldrían muchachas
y estarían aquí... ¿Pues cómo restringiría,
cómo, la llamada de mi llamado? Los hundidos siempre
buscan aún la tierra. Ustedes, niños: una cosa
aquí aprendida de una buena vez valdría por muchas.
No crean ustedes que el destino es más de lo que cupo
en la infancia; con qué frecuencia ustedes rebasarían
al amado, jadeando, jadeando por la carrera bendita,
en pos de nada, en campo abierto. Estar aquí
es magnífico. Ustedes lo sabían, chicas, también
ustedes, las al parecer incapaces de hundirse, ustedes,
en las callejuelas más odiosas de las ciudades,
supurantes, o abiertas a la inmundicia. Pues para cada
una de ustedes hubo una hora, quizás ni una hora
completa, apenas medible en medidas de tiempo, entre
dos momentos, donde tuvieran realmente existencia.
Toda. Las venas llenas de existencia.
Sólo que olvidamos tan fácilmente lo que el vecino,
riendo, ni nos confirma ni nos envidia. Visiblemente
queremos alzarlo, mientras que la dicha más visible,
en realidad, sólo se nos da a conocer cuando
la transformamos interiormente.

En ningún lugar, amada, existirá el mundo sino adentro.
Nuestra vida avanza transformando. Y decrece cada vez
más lo de afuera, hasta la insignificancia. Donde hubo
una casa permanente, se nos propone ahora, de través,
una figura mental, completamente perteneciente
a la imaginación, como si estuviera del todo aún
en el cerebro. Amplios graneros de fuerza se crea
el espíritu del tiempo, amorfos como el tenso impulso
que obtiene de todo. Ya no conoce templos. Este derroche
del corazón lo ahorramos en secreto. Sí, donde sobrevive
todavía una cosa, una sola cosa a la que en otro tiempo
se rezaba, se veneraba, o frente a la cual arrodillarse,
ya se remonta, tal como es, a lo invisible. Muchos
ya no la advierten; carecen de la ventaja de construirla
ahora, internamente, con columnas y estatuas,
¡más grande!

Cada sorda vuelta del mundo tiene tales desheredados,
a quienes no pertenece ni lo anterior ni, todavía,
lo venidero. Pues aun lo venidero más cercano está lejos
de los hombres. Y esto no debe desconcertarnos, sino
fortalecernos en la conservación de la forma aun
reconocida. Esto estuvo en pie alguna vez entre
los hombres, estuvo en mitad del destino; estuvo
en el aniquilador desconocido, en mitad del hacia dónde,
como si existiera; y dobló hacia sí las estrellas
de los cielos garantizados. Angel, a ti también
te lo muestro, ¡ahí! Que en tu mirada se ponga en pie,
finalmente salvado, ahora finalmente erguido. Columnas,
pilonos, [16] la esfinge, la ambiciosa resistencia gris,
en la ciudad que se desvanece, o en la extranjera, de la catedral.

¿No fue esto un milagro? ¡Maravíllate, oh Angel, pues eso
somos nosotros, nosotros! ¡Oh tú, el grande, cuéntalo!:
que nosotros fuimos capaces de algo así, mi aliento
no alcanza para celebrarlo. De modo que, a pesar de todo,
no hemos desperdiciado los espacios, estos generosos
espacios nuestros. (Qué terriblemente grandes deben ser,
para que en milenios nuestro sentimiento no los colmara.)
Pero una torre fue grande, ¿no es cierto? Oh ángel,
lo fue. ¿Fue grande, aun junto a ti? Chartres fue
grande, y la música llegó más lejos aun y nos sobrepasó.
Sin embargo, incluso solamente una amante, oh, sola
en la ventana nocturna... ¿te llegaba siquiera
a la rodilla? No creas que estoy cortejando, ángel,
¡y aun si te cortejara! No vienes. De modo que mi
llamada es siempre totalmente de ida; contra corriente
tan vigorosa no puedes andar. Como un brazo extendido
es mi llamada. Y su mano, abierta hacia arriba
para alcanzar, permanece ante ti, abierta,
como defensa y como advertencia,
inasible, lejos allá arriba.



      [16] Las fachadas de los templos egipcios.

Rainer María Rilke 

Versión y notas de José Joaquín Blanco