Montaña y Arbol

Poesía, Cuentos, Arte y Literatura

miércoles, diciembre 18, 2013

"La Dama del Pie de Cabra" Trova Primera - Alexandre Herculano



La  Dama del Pie de Cabra"
Trova Primera


   Vosotros los que no creéis en brujas, ni en almas en pena, ni en travesuras de Satanás, sentaos aquí al hogar, bien juntos, al pié de mí, y os contaré la historia de Diego López, Señor de Vizcaya.
    Y no me digáis al acabar: «no puede ser.» ¿Acaso sé yo inventar estas cosas? Si la cuento es porque la leí en un libro muy antiguo casi tan antiguo como nuestro Portugal. El autor del libro la leyó en alguna parte, ó lo oyó contar, que es lo mismo, á algún juglar en sus versos.
    Es una tradición respetable; y quien no cree en las tradiciones irá adonde lo pague. Os juro que si me negáis esta certísima historia, sois diez veces más descreídos que Santo Tomás antes de ser tan gran santo. Y no sé si yo querré perdonaros como Cristo le perdonó.

    Silencio profundísimo porque voy á empezar.


II

   Don Diego López era un infatigable montero; Nieves de la sierra en invierno, Ardores del sol en verano, noches y madrugadas, de todo esto se burlaba.
    Por la mañana temprano de un día sereno estaba Don Diego en monte áspero y agreste esperando un jabalí, que batido por los cazadores, debía salir por aquel paraje.
    He aquí que comienza á oír cantar á lo lejos, era un bello cantar, bello cantar.
    Levantó los ojos hacia una peña que tenía enfrente; sobre ella estaba sentada una hermosa dama; era la dama quien cantaba.
    El jabalí queda libre por esta vez, porque Don Diego López no corre, vuela hacia el peñasco
    « ¿Quién sois vos, señora, tan gentil? ¿ Quién sois que así me cautivasteis? »
    «Soy de tan alto linaje como tú, porque vengo de raza de reyes como tú, señor de Vizcaya. »
    Si ya sabéis quien soy, ofrézcoos mi mano y con ella mis tierras y vasallos.»
     «Guarda tus tierras, Don Diego López, que pocas son para correr tus monterías, para descanso y recreo de tan buen caballero. Guarda tus vasallos, señor de Vizcaya, que
pocos son para batirte la caza.»
     «¿Qué dote, pues, gentil dama , os puedo ofrecer digna de vos y de mí ? Que si vuestra belleza es divina yo soy en toda España el rico home más hacendado.»
      «Rico home, rico home, lo que te aceptaría en arras es cosa de poco valer; más á pesar de eso no creo que me lo concedas, porque es un legado de tu madre la ricahembra de
Vizcaya.»
    «Y si yo te amase más que á mi madre ¿por qué no te cedería cualquiera de sus muchos legados? »
      «Entonces si quieres verme siempre al lado tuyo, no jures que harás lo que dices; mas dame de ello tu palabra.»
    «A fe de caballero no daré una; daré mil palabras.»
      « Pues sabe que para ser tuya es preciso que te olvides de una cosa que la buena rica-hembra te enseñaba de pequeño, y que estando para morir aún te recordaba.»
      « ¿De qué, de qué, doncella? preguntó el caballero con los ojos extraviados. ¿De nunca dar tregua á la morisma? Soy buen cristiano guardémonos de esa raza condenada.»
    «No es eso, señor caballero, interrumpió la doncella riendo ; de lo que yo quiero que te olvides es de la señal de la cruz -, lo que yo quiero que me prometas es que nunca más has de persignarte.»
    «Eso ya es otra cosa», replicó Don Diego, que en las orgías y libertinaje perdiera el camino del cielo. Y púsose a reflexionar un poco.
    «Y reflexionando decíase así mismo: ¿De qué sirven beaterías? Mataré doscientos moros más y daré una heredad á Santiago. Lo uno por lo otro. Un regalo al apóstol de doscientas cabezas de agarenos vale bien un pecado gordo.»
     Y levantando los ojos hacia la dama, que sonreía con ternura, exclamó: «sea así; está dicho. ¡Vaya con seiscientos diablos!»
    Y llevando la bella dama en los brazos cabalgo en la mula en que venía montado. Sólo cuando de noche en su castillo pudo examinar minuciosamente las formas desnudas de la airosa dama, notó que tenía los píes torcidos como los de cabra.


III


    Dirá ahora alguno: ¿Era acaso el demonio el que entró en casa de Don Diego López? ¡Lo que allí sucedería! Pues sabed que no sucedió nada.
    Años vivieron la dama y el caballero en buena paz y unión. Dos argumentos había de esto: Don Iñigo Guerra y Doña Sol,
encantos ambos de su padre
     Un día por la tarde, Don Diego volvió de montería: traía un jabalí grande, muy grande. La mesa estaba puesta. Mando conducirlo a la sala donde comía para regalarse la vista con la excelente presa  que había cazado. Su hijo sentose a su lado: Al lado la Madre Doña Sol: y comenzaron alegremente su comida.
       «Buena montería, Don Diego, decía su mujer; fue una buena y valiente cacería.»
     « Por las tripas de Judas, respondió el varón; que hace ya cinco años no he cogido oso ni jabalí que valga lo que este.»
     Después, llenando de vino su copa de plata muy lujosa y labrada, la vació de un golpe  a la salud de todos los ricos homes, montañeses y cazadores.
     Y en comer y beber  duró hasta la noche el yantar.


IV

    Ahora debéis de saber que el señor de Vizcaya tenía un alano á quien quería mucho; rabioso en la lucha con las fieras, manso con su dueño y los servidores de casa.
    La noble mujer de Don Diego tenía una podenca negra como azabache, lista y ligera, que no había más que pedir, no menos querida de ella.
     El alano estaba gravemente sentado en el suelo, frente á Don Diego López, con las largas orejas caídas y los ojos medio cerrados como si durmiera.
    La podenca negra corría por el aposento viva é inquieta, escurriéndose como un diablillo el pelo liso y suave le relucía con un reflejo rojizo.
    El barón, después del brindis urbi et orbi hecho á los monteros, agotaba con una larga letanía de brindis particulares, á cada uno de ellos una copa.
     Estaba como cumplía á un rico home ilustre, que no tenía que hacer en este mundo más que dormir, beber y cazar.
    Y el alano cabeceaba como un viejo abad en su coro  y la podenca saltaba.
    El señor de Vizcaya tomó entonces un pedazo de oso con carne y medula y tirándoselo al alano le grito:  “Silvano, toma tú que eres cazador: lleve el diablo o la podenca que no sabe sino correr y retozar.
     El perrazo abrió los ojos, estiro después la pata sobre el hueso y abriendo la boca. Mostró los dientes afilados. Parecía reírse, aunque  sin expresión.
    Mas luego exhalo un alarido y cayó pateando medio muerto; la podenca de un salto se le tiro a la garganta y el alano agonizaba.
     «Por las barbas de Don From, mi bisabuelo, exclamo Don Diego, poniéndose de pie, trémulo de cólera y de vino. La maldita perra me mato al mejor alano de la  trahilla; mas juro que la he de desollar.»
     Y empujando con el pie al perro moribundo miraba las profundas heridas del pobre animal que espiraba
     «A fe que nunca vi tal. ¡Virgen Bendita! Aquí hay enredo de Belzebut.»  Y diciendo y haciendo se santiguaba y persignaba.
     «Uy!»  Grito su mujer como si la hubieran quemado. El Barón miro hacia ella; la vio con los ojos brillantes, el rostro negro, la boca torcida y los cabellos erizados.
     E ibase levantado, levantando en el aire, con la pobre Doña Sol abrazada debajo del brazo izquierdo: el derecho lo extendía por cima de la mesa hacia su hijo Don Iñigo de Vizcaya.
    Y aquel brazo crecía, alargándose, hacia el infeliz, que de miedo no se atrevía ni á menearse ni á hablar.
   Y la mano de la dama era negra y reluciente como el pelo de la podenca, y las uñas habíanle crecido medio palmo y encorvado en forma de garras.
     «Jesús, santo nombre de Jesús o gritó don Diego, á quien el terror disipara los vapores Y cogiendo á su hijo con la izquierda hizo en el aire con la derecha una y otra vez la señal de la cruz.»

    Y su mujer dio un gran gemido y dejó el brazo de Iñigo Guerra, que ya tenía cogido, y continuando subiendo hacia el techo, salió por una gran ventana llevando á la hija que lloraba mucho.
    Desde aquel día no se supo más ni de la madre ni de la hija. La podenca negra desapareció por tal arte, que nadie en el castillo volvió á echarla la vista encima.
    Don Diego López vivió mucho tiempo triste fastidiado, porque ya no se atrevió á ir de montería. Determinó un día consolar su tristeza, y en vez de ir á caza de jabalíes, osos
ó cebras, salir á caza de moros.
    Mandó, pues, levantar el pendón, desenmohecer y pulir la caldera y probarla sus arneses. Entregó á Iñigo Guerra, que ya era mancebo y caballero, el mando de sus castillos, y partió con lucida mesnada de hombres de armas á la hueste del rey Ramiro que iba en són de guerra contra la morisma de España.


Por mucho tiempo no hubo de él en Vizcaya, ni nuevas ni mensajeros. 


Continuara


0 comentarios:

Publicar un comentario