“La
Dama del Pie de Cabra"
Trova Primera
Vosotros los que no creéis en brujas, ni en
almas en pena, ni en travesuras de Satanás, sentaos aquí al hogar,
bien juntos, al pié de mí, y os contaré la historia de Diego López,
Señor de Vizcaya.
Y no me digáis al acabar: «no puede ser.» ¿Acaso sé yo
inventar estas cosas? Si la cuento es porque la leí en un libro
muy antiguo casi tan antiguo como nuestro Portugal . El
autor del libro la leyó en alguna parte, ó lo oyó contar, que es
lo mismo, á algún juglar en sus versos.
Es una tradición respetable; y quien no cree en las
tradiciones irá adonde lo pague. Os juro que si me negáis esta
certísima historia, sois diez veces más descreídos que Santo Tomás
antes de ser tan gran santo. Y no sé si yo querré perdonaros como
Cristo le perdonó.
Silencio profundísimo porque voy á empezar.
II
Don Diego López era un infatigable montero; Nieves de la
sierra en invierno, Ardores del sol en verano, noches
y madrugadas, de todo esto se burlaba.
Por la mañana temprano de un día sereno estaba Don Diego en
monte áspero y agreste esperando un jabalí, que batido por los
cazadores, debía salir por aquel paraje.
He aquí que comienza á oír cantar á lo lejos, era un bello
cantar, bello cantar.
Levantó los ojos hacia una peña que tenía enfrente; sobre
ella estaba sentada una hermosa dama; era la dama quien cantaba.
El jabalí queda libre por esta vez, porque Don Diego López
no corre, vuela hacia el peñasco
« ¿Quién sois vos, señora, tan gentil? ¿ Quién sois que así
me cautivasteis? »
«Soy de tan alto linaje como tú, porque vengo de raza de
reyes como tú, señor de Vizcaya. »
Si ya sabéis quien soy, ofrézcoos mi mano y con ella mis
tierras y vasallos.»
«Guarda tus tierras, Don Diego López, que pocas son para
correr tus monterías, para descanso y recreo de tan buen caballero.
Guarda tus vasallos, señor de Vizcaya, que
pocos son para batirte la caza.»
«¿Qué dote, pues, gentil dama , os puedo ofrecer digna de
vos y de mí ? Que si vuestra belleza es divina yo soy en toda
España el rico home más hacendado.»
«Rico home, rico home, lo que te aceptaría en arras es cosa
de poco valer; más á pesar de eso no creo que me lo concedas,
porque es un legado de tu madre la ricahembra de
Vizcaya.»
«Y si yo te amase más que á mi madre ¿por qué no te cedería
cualquiera de sus muchos legados? »
«Entonces si quieres verme siempre al lado tuyo, no jures
que harás lo que dices; mas dame de ello tu palabra.»
«A fe de caballero no daré una; daré mil palabras.»
« Pues sabe que para ser tuya es preciso que te olvides de
una cosa que la buena rica-hembra te enseñaba de pequeño, y que
estando para morir aún te recordaba.»
« ¿De qué, de qué, doncella? preguntó el caballero con los
ojos extraviados. ¿De nunca dar tregua á la morisma? Soy buen
cristiano guardémonos de esa raza condenada.»
«No es eso, señor caballero, interrumpió la doncella riendo
; de lo que yo quiero que te olvides es de la señal de la cruz -,
lo que yo quiero que me prometas es que nunca más has
de persignarte.»
«Eso ya es otra cosa», replicó Don Diego, que en las orgías
y libertinaje perdiera el camino del cielo. Y púsose a reflexionar
un poco.
«Y reflexionando decíase así mismo: ¿De qué sirven beaterías? Mataré
doscientos moros más y daré una heredad á Santiago. Lo
uno por lo otro. Un regalo al apóstol de doscientas cabezas de
agarenos vale bien un pecado gordo.»
Y levantando los ojos hacia la dama, que sonreía con
ternura, exclamó: «sea así; está dicho. ¡Vaya con seiscientos
diablos!»
Y llevando la bella dama en los brazos cabalgo en la mula
en que venía montado. Sólo cuando de noche en su castillo pudo
examinar minuciosamente las formas desnudas de la airosa dama,
notó que tenía los píes torcidos como los de cabra.
III
Dirá ahora alguno: ¿Era acaso el demonio el que entró en
casa de Don Diego López? ¡Lo que allí sucedería! Pues sabed que no
sucedió nada.
Años vivieron la dama y el caballero en buena paz y unión.
Dos argumentos había de esto: Don Iñigo Guerra y Doña Sol,
encantos ambos de su padre
Un día por la tarde, Don Diego volvió de montería: traía un
jabalí grande, muy grande. La mesa estaba puesta. Mando conducirlo
a la sala donde comía para regalarse la vista con la excelente
presa que había cazado. Su hijo sentose a su lado: Al lado la
Madre Doña Sol: y
comenzaron alegremente su comida .
«Buena montería, Don Diego,
decía su mujer; fue una buena y valiente cacería.»
« Por las tripas de Judas, respondió el varón; que hace ya
cinco años no he cogido oso ni jabalí que valga lo que este.»
Después, llenando de vino su copa de plata muy lujosa y labrada, la
vació de un golpe a la salud de todos los ricos homes ,
montañeses y cazadores.
Y en comer y beber duró hasta la noche el yantar.
IV
Ahora debéis de saber que el señor de Vizcaya tenía un
alano á quien quería mucho; rabioso en la lucha con las fieras,
manso con su dueño y los servidores de casa.
La noble mujer de Don Diego tenía una podenca negra como
azabache, lista y ligera, que no había más que pedir, no menos
querida de ella.
El alano estaba gravemente sentado en el suelo, frente á
Don Diego López, con las largas orejas caídas y los ojos medio
cerrados como si durmiera.
La podenca negra corría por el aposento viva é inquieta,
escurriéndose como un diablillo el pelo liso y suave le relucía
con un reflejo rojizo.
El barón, después del brindis urbi et orbi hecho á los
monteros, agotaba con una larga letanía de brindis particulares, á
cada uno de ellos una copa.
Estaba como cumplía á un rico home ilustre, que no tenía
que hacer en este mundo más que dormir, beber y cazar.
Y el alano cabeceaba como un viejo abad en su coro y
la podenca saltaba.
El señor de Vizcaya tomó entonces un pedazo de oso con
carne y medula y tirándoselo al alano le grito: “Silvano,
toma tú que eres cazador: lleve el diablo o la podenca que no sabe
sino correr y retozar.
El perrazo abrió los ojos, estiro después la pata sobre el
hueso y abriendo la boca. Mostró los dientes afilados. Parecía
reírse, aunque sin expresión.
Mas luego exhalo un alarido y cayó pateando medio muerto;
la podenca de un salto se le tiro a la garganta y el alano
agonizaba.
«Por las barbas de Don From, mi bisabuelo, exclamo Don
Diego, poniéndose de pie, trémulo de cólera y de vino. La maldita
perra me mato al mejor alano de la trahilla; mas
juro que la he de desollar.»
Y empujando con el pie al perro moribundo miraba las
profundas heridas del pobre animal que espiraba
«A fe que nunca vi tal. ¡Virgen Bendita! Aquí hay enredo de
Belzebut.» Y diciendo y haciendo se santiguaba y persignaba.
«Uy!» Grito su mujer como si la hubieran quemado. El
Barón miro hacia ella; la vio con los ojos brillantes, el rostro
negro, la boca torcida y los cabellos erizados.
E ibase levantado, levantando en el aire, con la pobre Doña
Sol abrazada debajo del brazo izquierdo: el derecho lo extendía por
cima de la mesa hacia su hijo Don Iñigo de Vizcaya.
Y aquel brazo crecía, alargándose, hacia el infeliz, que de
miedo no se atrevía ni á menearse ni á hablar.
Y la mano de la dama era negra y reluciente como el pelo de
la podenca, y las uñas habíanle crecido medio palmo y encorvado
en forma de garras.
«Jesús, santo nombre de Jesús o gritó don Diego, á quien el
terror disipara los vapores Y cogiendo á su hijo con la izquierda
hizo en el aire con la derecha una y otra vez la señal de la cruz.»
Y su mujer dio un gran gemido y dejó el brazo de Iñigo
Guerra, que ya tenía cogido, y continuando subiendo hacia el
techo, salió por una gran ventana llevando á la hija que
lloraba mucho.
Desde aquel día no se supo más ni de la madre ni de la
hija. La podenca negra desapareció por tal arte, que nadie en el
castillo volvió á echarla la vista encima.
Don Diego López vivió mucho tiempo triste fastidiado,
porque ya no se atrevió á ir de montería. Determinó un día
consolar su tristeza, y en vez de ir á caza de jabalíes, osos
ó cebras, salir á caza de moros.
Por mucho tiempo no hubo de él en Vizcaya,
ni nuevas ni mensajeros.
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