Montaña y Arbol

Poesía, Cuentos, Arte y Literatura

jueves, julio 31, 2008

Ciento setenta y cinco hombres (Cuarta Parte)extracto de la obra "Sobre Heroes y Tumbas" de Ernesto Sabato




En el zaguán bañado en sangre, yace el cuerpo del general. Arrodillada a su lado, abrazada a él, llora Damasita Boedo. El sargento Sosa mira aquello como un niño que ha perdido su madre en un terremoto.Todos corren, gritan. Nadie comprende nada: ¿dónde es¬tán los federales? ¿Por qué no han muerto a los demás? ¿Por qué no han cortado la cabeza a Lavalle?"No saben a quién han matado en la noche ", dice Frías. "Han tirado en la oscuridad." "Está claro", piensa Pedernera. Hay que huir antes que lo comprendan. Da órde¬nes enérgicas y precisas, el cuerpo es envuelto en el poncho y colocado sobre el tordillo del general, y al galope alcanzan nuevamente los Tapiales de Castañeda, donde espera el resto de la Legión.Dice el coronel Pedernera: "Oribe ha jurado mostrar la cabeza del general en la punta de una pica, en la plaza de la Victoria. Eso nunca habrá de suceder, compañeros. En siete días podemos alcanzar la frontera de Bolivia, y allá descan¬sarán los restos de nuestro jefe".Divide entonces sus fuerzas, ordena a un grupo de tira¬dores defender la retirada de la retaguardia, y luego empren¬den la marcha final hacia el exilio.
La noche es helada y la luna ilumina frígidamente la que¬brada. Los ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pen¬dientes de los rumores del sur. El Río Grande serpentea como mercurio brillante, testigo indiferente de luchas, ex¬pediciones y matanzas. Ejércitos del Inca, caravanas de cautivos, columnas de conquistadores españoles que ya traían su sangre (piensa el alférez Celedonio Olmos) y que cuatrocientos años más tarde vivirán secretamente en la sangre de Alejandra (piensa Martín). Luego, caballerías patriotas rechazando los godos hacia el norte, después los godos volviendo a avanzar hacia el sur, y una vez más los patriotas rechazándolos. Con lanza y tercerola, a espada y cuchillo, mutilándose y degollándose con el furor de los hermanos. Luego noches de silencio mineral en que vuelve a sentirse el solo murmullo del Río Grande, imponiéndose lenta pero seguramente sobre los sangrientos ¡pero tan transitorios! combates entre los hombres. Hasta que nueva¬mente los alaridos de muerte vuelven a teñirse de rojo y poblaciones enteras huyen hacia abajo, haciendo tabla rasa, incendiando sus casas y destruyendo sus haciendas, para retornar más tarde, una vez más hacia la tierra eterna en que nacieron y sufrieron. Ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pues, en la noche mineral. Y una voz apagada, apenas rasgando una guitarra, canta:Palomita blanca,vidalita,que cruzas el valle,vé a decir a todos,vidalita,que ha muerto Lavalle.Y cuando el nuevo día amanece remidan la marcha hacia el norte.El alférez Celedonio Olmos cabalga ahora al lado del sargento Aparicio Sosa, que marcha callado y pensativo.El alférez lo mira. Durante días se ha venido preguntan¬do. Su alma se ha marchitado en los últimos meses como una flor delicada en un cataclismo planetario. Pero ha empe¬zado a comprender, a medida que más absurda es esa última retirada.Ciento setenta y cinco hombres galopando furiosamente durante siete días por un cadáver."Nunca Oribe tendrá la cabeza", le ha dicho el sargento Sosa. Así que en medio de la destrucción de aquellas torres el alférez adolescente empezaba a entrever otra; refulgente indestructible. Una sola. Pero por ella valía la pena vivir y morir.
En la noche silenciosa y helada se pueden oír los cascos de la caballería en retirada. Siempre hacia el norte
Colosales cataclismos levantaron aquellas cordilleras del noroeste y desde doscientos cincuenta mil años vientos pro¬venientes de la regiones que se encuentran más allá de las cumbres occidentales, hacia la frontera, cavaron y trabaja¬ron misteriosas y formidables catedrales.Y la Legión (los restos de la Legión) sigue su galope hacia el norte, perseguida por las fuerzas de Oribe. Sobre el tordillo de pelea, envuelto en su poncho, pudriéndose, he¬diendo, va el cuerpo hinchando del general
Quedan treinta y cinco leguas. Tres días de marcha a galope tendido, con el cadáver que hiede y destila los líquidos de la podredumbre, con unos tiradores a la retaguardia que cu¬bren las espaldas, que quizá son poco a poco diezmados y lanceados o degollados. Desde Jujuy hasta Huacalera, vein¬ticuatro leguas. Nada más que treinta y cinco leguas, se dicen a sí mismos. Nada más que cuatro o cinco días de marcha, si Dios los ayuda.
Pedernera ordena hacer alto y habla con sus camaradas: el cuerpo se hincha, el olor es insoportable. Habrá que descarnarlo para conservar los huesos y la cabeza. Nunca la tendrá Oribe.Pero ¿quién quiere hacerlo? Y sobre todo, ¿quien podráhacerlo?El coronel Alejandro Danel lo hará.Entonces descienden el cuerpo, lo depositan a orillas del arroyo, es necesario rajarle la ropa a cuchillo, tensa por la hinchazón. Luego Danel se arrodilla a su lado y desenvai¬na el cuchillo de monte. Durante unos instantes contempla el cadáver deforme de su jefe. También lo contemplan los hombres que forman un círculo taciturno. Y entonces Danel hinca el cuchillo en donde la podredumbre ya ha empezado su tarea. El arroyo Huacalera arrastra los pedazos de carne, aguas abajo, mientras los huesos van siendo amontonados sobre el poncho.El alma de Lavalle advierte las lágrimas de Danel y reflexiona así: "Sufres por mí, pero deberías sufrir por ti y por los camaradas que quedan vivos. Yo no importo, ahora. Lo que en mí se corrompía, tú lo estás arrancando y las aguas de este río lo llevarán lejos, pronto ayudará a una planta a crecer, quizá con el tiempo se convierta en flor, en perfume. Ya ves que esto no debería entristecerte. Y, además, así sólo quedarán de mí los huesos, lo único que en nosotros se acerca a la piedra y a la eternidad. Y me conforta que guarden el corazón. ¡Tan lealmente me ha acompañado en la adversidad! Y también la cabeza, sí. Esa cabeza que aquellos doctores dicen que nada valía. Quizá lo dijeron porque me repugnaba aliarme con extranjeros o porque esa larga retira¬da les pareció absurda y sin objeto, porque no me decidí a atacar a Buenos Aires cuando temamos sus cúpulas a la vista: esos intelectuales que no sabían que en aquellos días en que volví a ver los campos en que fusilé a Dorrego me atormentaba su recuerdo, y más ahora que veía que el pueblo de la campaña estaba con él y no con nosotros, cuando cantaba



Cielo y cielo nublado



por la muerte de Dorrego...

martes, julio 22, 2008

Ciento setenta y cinco hombres (Terecera Parte) extracto de la obra "Sobre heroes y Tumbas" de Ernesto Sabato


Pedernera mira a Lavalle, que marcha un poco adelante, con sus bombachas gauchas, su arremangada y rota camisa, un sombrero de paja. Está enfermo, flaco, caviloso: parece el harapiento fantasma de aquel Lavalle del Ejército de los Andes... ¡Cuántos años han pasado! Veinticinco años de combates, de glorias y de derrotas. Pero al menos en aquel tiempo sabían por lo que combatían: querían la libertad del continente, luchaban por la Patria Grande. Pero ahora... Ha corrido tanta sangre por los ríos de América, han visto tan­tos atardeceres desesperados, han oído tantos alaridos de combates entre hermanos. Ahí mismo, sin ir más lejos, viene Oribe: ¿no luchó junto con ellos en el Ejército de los Andes? ¿Y Dorrego?
Pedernera mira sombríamente hacia los cerros gigantes, con lentitud su mirada recorre el desolado valle, parece pre­guntar a la guerra cuál es el secreto del tiempo...

Son ya quince horas de marcha hacia Jujuy. El general va enfermo, hace tres días que no duerme, agobiado y taciturno se deja llevar por su caballo, a la espera de las noticias que habrá de traer el ayudante Lacasa.
¡Las noticias del ayudante Lacasa!, piensan Pedernera y Danel y Artayeta y Mansilla y Echagüe y Billinghurst y Ramos Mejía. Pobre general, hay que velar su sueño, hay que impedir que despierte del todo.
Y ahí llega Lacasa, reventando caballos para decir lo que todos ellos saben.
Así que no se acercan, no quieren que el general ad­vierta que ninguno de ellos se sorprende del informe. Y desde lejos, apartados, callados, con cariñosa ironía, con melancólico fatalismo, siguen aquel diálogo absurdo, aquel informe negro: todos los unitarios han huido hacia Bolivia.
Domingo Arenas, jefe militar de la plaza, obedece ya a los federales y espera a Lavalle para terminarlo. "Huyan hacia Bolivia por cualquier atajo", recomendó el doctor Bedoya, antes de dejar la ciudad. ¿Qué hará Lavalle? ¿Qué puede hacer nunca el general Lavalle? Todos ellos lo saben, es inútil: jamás dará la espalda al peligro. Y se disponen a seguirlo hacia aquel último y mortal acto de locura. Y enton­ces da la orden de marcha hacia Jujuy.
Pero es evidente: aquel jefe envejece por horas, siente que la muerte se aproxima, y, como si debiese hacer el recorrido natural pero acelerado, aquel hombre de cuarenta y cuatro años ya tiene algo en su manera de mirar, en una pesada curva de las espaldas, en cierto cansancio final que anuncia la vejez y la muerte. Sus camaradas lo miran desde lejos.
Siguen con sus ojos aquella ruina querida.
Piensa Frías: "Cid de los ojos azules".
Piensa Acevedo: "Has peleado en ciento veinticinco combates por la libertad de este continente".
Piensa Pedernera: 'Ahí marcha hacia la muerte el ge­neral Juan Galo de Lavalle, descendiente de Hernán Cortés y de Don Pelayo, el hombre a quien San Martín llamó el primer espada del Ejército Libertador, el hombre que llevan­do la mano a la empuñadura de su sable impuso silencio a Bolívar".
Piensa Lacasa: "En su escudo un brazo armado sostie­ne una espada, una espada que no se rinde. Los moros no lo abatieron, y después tampoco fue abatido por los españoles. Y tampoco ahora ha de rendirse. Es un hecho".
Y Damasita Boedo, la muchacha que cabalga a su lado y que ansiosamente trata de penetrar en el rostro de aquel hombre que ama, pero que siente en un mundo remoto piensa "General: querría que descansases en mí, que inclinases tu cansada cabeza en mi pecho, que durmieses acunado por mis brazos. El mundo nada podría contra ti, el mundo nada puede contra un niño que duerme en el regazo de su madre. Yo soy ahora tu madre, general. Mírame, dime que me quie­res, dime que necesitas mi ayuda".
Pero el general Juan Galo de Lavalle marcha taciturno y reconcentrado en los pensamientos de un hombre que sabe que la muerte se aproxima. Es hora de hacer balances, de inventariar las desdichas, de pasar revista a los rostros del pasado. No es hora de juegos ni de mirar el simple mundo exterior. Ese mundo exterior ya casi no existe, pronto será un sueño soñado. Ahora avanzan en su mente los rostros verdaderos y permanentes, aquellos que han permanecido en el fondo más cerrado de su alma, guardados bajo siete lla­ves. Y su corazón se enfrenta entonces con aquella cara gas­tada y cubierta de arrugas, aquella cara que alguna vez fue un hermoso jardín y ahora está cubierto de malezas, casi seco, desprovisto de flores. Pero sin embargo vuelve a verlo y a reconocer aquella glorieta en que se encontraban cuando
casi eran niños, todavía: cuando la desilusión, la desdicha y el tiempo no habían cumplido su obra de devastación; cuan­do en aquellos tiernos contactos de sus manos, aquellas miradas de sus ojos anunciaba los hijos que luego vinieron como una flor anuncia los fríos que vendrán: "Dolores , murmura, con una sonrisa que aparece en su cara muerta como una brasa ya casi apagada entre las cenizas que apar­tamos para tener un poco y último calorcito en una desolada montaña.
Y Damasita Boedo, que lo observa con angustiosa aten­ción, que casi lo oye murmurar aquel nombre lejano y queri­do, mira ahora hacia adelante, sintiendo las lágrimas en sus ojos. Entonces llegan a los aledaños de Jujuy: ya se ven la cúpula y las torres de la Iglesia. Es la quinta de los Tapiales de Castañeda. Es ya de noche. Lavalle ordena a Pedernera acampar allí. Él, con una pequeña escolta, irá a Jujuy. Bus­cará una casa donde pasar la noche: está enfermo, se de­rrumba de cansancio y de fiebre.
Sus compañeros se miran: ¿qué se puede hacer? Todo es una locura, y tanto da morir en una forma como en otra.
Pedernera, que duerme sobre su montura, se incorpora ner­viosamente: cree haber oído disparos de tercerolas. Pero aca­so son figuraciones suyas. En esa noche siniestra ha inten­tado dormir en vano. Visiones de sangre y muerte lo ator­mentan.
Se levanta, camina entre sus compañeros dormidos y se llega basta el centinela. Sí, el centinela ha oído disparos, lejos, hacia la ciudad. Pedernera despierta a sus camaradas, él tiene una sombría intuición, piensa que deben ensillar y mantenerse alerta. Así se empieza a ejecutar cuando llegan dos tiradores de la escolta de Lavalle, al galope, gritando: "¡Han matado al general!"

sábado, julio 12, 2008

Ciento setenta y cinco hombres (Segunda parte) extracto de la obra "Sobre Heroes y Tumbas" de Ernesto Sabato


Ahora marchan hacia Salta por senderos desconocidos, sen­deros que sólo ese baqueano conoce. Son apenas seiscientos derrotados. Aunque, él, Lavalle, cree todavía en algo, porque él siempre parece creer en algo, aunque sea, como piensa Iriarte, como murmuran los comandantes Ocampo y Hornos, en quimeras y fantasmas. ¿A quién va a enfrentar con estos desechos, eh? Y sin embargo, ahí va adelante, con su som­brero de paja y la escarapela celeste (que ya no es celeste ni nada) y su poncho celeste (que tampoco es ya celeste, que poco a poco ha ido acercándose al color de la tierra), imagi­nando vaya a saber qué locas tentativas. Aunque también es probable que esté tratando de no entregarse a la desesperan­za y la muerte.
El alférez Celedonio Olmos está luchando sobre su ca­ballo para retener sus dieciocho años, porque siente que su edad está al borde de un abismo y puede caer en cualquier momento en grandes profundidades, en edades inconmensu­rables. Todavía sobre su caballo, cansado, con su brazo he­rido, observa allí delante a su jefe y a su lado al coronel Pedernera, pensativo y hosco, y está luchando por defender esas torres, aquellas claras y altivas torres de su adolescen­cia, aquellas palabras refulgentes que con sus grandes ma­yúsculas señalan las fronteras del bien y del mal, aquellas guardias orgullosas del absoluto. Se defiende en esas torres todavía. Porque después de ochocientas leguas de derrotas y deslealtades, de traiciones y disputas, todo se ha vuelto tur­bio. Y perseguido por el enemigo, sangrante y desesperado, sable en mano, ha ido subiendo uno a uno los escalones de aquellas torres en otro tiempo resplandecientes y ahora en­suciadas por la sangre y la mentira, por la derrota y la dada. Y defendiendo cada escalón, mira a sus camaradas, pide silenciosa ayuda a quienes están librando combates pareci­dos: a Frías, a Lacasa quizá. Oye a Frías que dice a Billinghurst: "Nos abandonarán, estoy seguro", mirando a los comandantes de los escuadrones correntinos.
"Están listos a traicionarnos", piensan los del escua­drón porteño.
Sí. Hornos y Ocampo, que cabalgan juntos. Y los otros los observan y malician la traición o el abandono. Y cuando Hornos se separa de su compañero y se acerca al general todos tienen un mismo pensamiento. Lavalle ordena hacer alto, entonces, y aquellos hombres hablan. ¿Qué hablan, qué discuten? Y luego, mientras la marcha se reanuda, se propa­gan las palabras contradictorias y terribles: lo han emplaza­do, lo han querido persuadir, le han anunciado su separa­ción. Y también cuentan que Lavalle dijo: "Si no hubiera más esperanzas ya no trataría de proseguir la lucha, pero los gobiernos de Salta y Jujuy nos ayudarán, nos proporcionarán hombres y pertrechos, nos haremos fuertes en la sierra: Oribe tendrá que distraer buena parte de su fuerza con noso­tros, Lamadrid resistirá en Cuyo".
Y entonces, cuando alguien murmura "Lavalle está aho­ra completamente loco" el alférez Celedonio Olmos desenvai­na el sable para defender aquella última parte de la torre y se lanza contra aquel hombre, pero es detenido por sus ami­gos, y el otro es acallado y vituperado, porque, sobre todo (dijeron), sobre todo, es necesario mantenerse unidos y evi­tar que el general vea u oiga nada. "Como (pensó Frías) si el general durmiera y hubiese que velar su sueño, ese sueño de quimeras. Como si el general fuera un niño loco pero puro y querido y ellos fuesen sus hermanos mayores, su padre y su madre, y velasen su sueño."
Y Frías y Lacasa y Olmos miran a su jefe, temerosos de que haya despertado, pero felizmente sigue soñando, cuida­do por su sargento Sosa, el sargento invariable y eterno, inmune a todos los poderes de la tierra y del hombre, estoico y siempre callado.
Hasta que aquel sueño de las ayudas, de la resistencia, de los pertrechos, de los caballos y hombres es roto brutal­mente en Salta: la gente ha huido, el pánico reina en sus calles, Oribe está a nueve leguas de la ciudad, y nada es posible.
"¿Lo ve, ahora, mi general?", le dice Hornos.
Y Ocampo le dice: "Nosotros, los restos de la división correntina, hemos decidido cruzar el Chaco y ofrecer nuestro brazo al general Paz".
Anochece en la ciudad caótica.
Lavalle ha bajado la cabeza y nada responde.
¿Qué, sigue soñando? Los comandantes Hornos y Ocampo se miran. Pero por fin Lavalle contesta:
—Nuestro deber es defender a nuestros amigos de estas provincias. Y si nuestros amigos se retiran hacia Bolivia, debemos ser los últimos en hacerlo; debemos cubrir sus es­paldas. Debemos ser los últimos en dejar el territorio de la patria.
Los comandantes Piornos y Ocampo vuelven a mirarse y un solo y mismo pensamiento tienen: "Está loco". ¿Con qué fuerzas podría cubrir esa retirada, cómo? Lavalle, con los ojos fijos en el horizonte, repite sin oír nada:
—Los últimos.
Los comandantes Hornos y Ocampo piensan: "Lo mue­ven el orgullo, su maldito orgullo y acaso el resentimiento hacia Paz'. Dicen:
—Mi general, lo sentimos. Nuestros escuadrones se unirán a las fuerzas del general Paz.
Lavalle los mira, luego inclina su cabeza. Sus arrugas aumentan en cada instante, años de vida y de muerte se desploman sobre su alma. Cuando levanta su cabeza y vuel­ve a mirarlos, ya es un viejo:
—Está bien, comandante. Les deseo buena suerte. Oja­lá el general Paz pueda proseguir esta lucha hasta el fin. esta lucha para la que, al parecer, ya no sirvo.
Los restos de la división de Hornos se alejan al galope, observados en silencio por los doscientos hombres que que­dan al lado de su general. Sus corazones están encogidos y en sus mentes hay un único pensamiento: "Ahora todo está perdido". Sólo les queda esperar la muerte al lado del jefe. Y cuando Lavalle les dice: "Resistiremos, verán, haremos gue­rra de guerrillas en la sierra", ellos permanecen callados, mirando hacia el suelo. "Marcharemos hacia Jujuy, por el momento. " Y aquellos hombres, que saben que ir hacia Jujuy es desatinado, que no ignoran que la única forma de salvar al menos sus vidas es tomar hacia Bolivia por senderos desconocidos, dispersarse, huir, responden: "Bien, mi gene­ral". Porque ¿quién ha de ser capaz de quitarle los últimos sueños al general niño?
Ahí van, ahora. No son ni doscientos esos hombres. Marchan por el camino real hacia la ciudad de Jujuy. ¡Por el camino real!
No son ni siquiera doscientos hombres, y ni siquiera son soldados ya: son seres derrotados y sucios, y muchos de ellos ya tampoco saben por qué combaten y para qué. El alférez Celedonio Olmos, como todos ellos, cabalga ceñudo y silencioso, recordando a su padre, el capitán Olmos, y a su hermano, muertos en Quebracho Herrado.
Ochocientas leguas de derrotas. Ya no comprende nada, y las malignas palabras de Iriarte le vuelven constantemen­te: el general loco, el hombre que no sabe lo que quiere. ¿Y no había abandonado la Solana Sotomayor a Brizuela por Lavalle? Lo está viendo ahora a Brizuela: desgreñado, bo­rracho rodeado de perros. ¡Que ningún enviado de Lavalle se acerque! Y ahora mismo ¿no marcha a su lado esa muchacha salteña? Ya nada entiende. Y todo era tan nítido dos años antes: la Libertad o la Muerte. Pero ahora...
El mundo se ha convertido en un caos. Y piensa en su madre, en su infancia. Pero vuelve a presentársele la figura del brigadier Brizuela: un mañero vociferante de trapo sucio. Los mastines lo rodean, rabiosos. Y luego vuelve a tratar de recordar aquella infancia.

viernes, julio 04, 2008

Ciento setenta y cinco hombres (Primera parte)extracto de la obra "Sobre heroes y Tumbas" de Ernesto Sabato


Ciento setenta y cinco hombres, rotosos y desesperados, perseguidos por las lanzas de Oribe, huyendo hacia el norte por la quebrada, siempre hacia el norte. El alférez Celedonio Olmos cabalgaba pensando en su hermano Panchito muerto en Quebracho Herrado, y en su padre, el capitán Patricio Olmos, muerto en Quebracho Herrado. Y también, barbudo y miserable, rotoso y desesperado, cabalga hacia el norte el coronel Bonifacio Acevedo. Y otros ciento setenta y dos hom­bres indescifrables. Y una mujer. Noche y día huyendo hacia el norte, hacia la frontera.

"Mejor habría sido que me mataran en Quebracho Herrado" piensa el coronel Bonifacio Acevedo mientras huye hacia el norte, pero por otra razón, por razones que cree horribles (esa marcha desesperada, esa desesperanza, esa miseria, esa derrota total) pero que son infinitamente menos horri­bles que las que podrá tener doce años después, en el mo­mento de sentir el cuchillo sobre la garganta, frente a su casa.
Y una mujer. Pero el viejo no lo sabe, o no lo quiere saber. He ahí todo lo que queda de la orgullosa Legión, después de ochocientas leguas de retirada y de derrota, de dos años de desilusión y de muerte. Una columna de ciento setenta y cinco hombres miserables y taciturnos (y una mujer) que galopan hacia el norte, siempre hacia el norte. ¿No llegarán nunca? ¿Existe la tierra de Bolivia, más allá de la intermina­ble quebrada? El sol de octubre cae a plomo y pudre el cuer­po del general. El frío de la noche congela el pus y detiene el ejercito de gusanos. Y nuevamente el día, y los tiros de reta­guardia, la amenaza de los lanceros de Oribe.
El olor, el espantoso olor del general podrido.
La voz que canta en el silencio de la noche:
Palomita blanca,
vidalita
que cruzas el valle,
ve a decir a todos,
vidalita,
que ha muerto Lavalle.

Piensa Pedernera: veinticinco años de campañas, de comba­tes, de victorias y derrotas. Pero en aquel tiempo sí sabía­mos por lo que luchábamos. Luchábamos por la libertad del continente, por la Patria Grande. Pero ahora... Ha corrido tanta sangre por el suelo de América, hemos visto tantos atardeceres desesperados, hemos oído tantos alaridos de lucha entre hermanos... Ahí mismo viene Oribe, dispuesto a degollarnos, a lancearnos, a exterminarnos ¿no luchó conmi­go en el Ejército de los Andes? El bravo, el duro general Oribe. ¿Dónde está la verdad? ¡Qué hermosos eran aquellos tiempos! ¡Qué arrogante iba Lavalle con su uniforme de ma­yor de granaderos, cuando entramos en Lima! Todo era más claro, entonces, todo era lindo como el uniforme que llevába­mos

He peleado en ciento cinco combates por la libertad de este continente. He peleado en los campos de Chile al mando del general San Martín, y en Perú a las órdenes del general Bolívar. Luché luego contra las fuerzas imperiales en territo­rio brasilero. Y después, en estos dos años de infortunio, a lo largo y a lo ancho de nuestra pobre patria. Acaso he come­tido grandes errores, y el más grande de todos el fusilamien­to de Dorrego. Pero ¿quién es dueño de la verdad? Nada sé ya, fuera de que esta tierra cruel es mi tierra y que aquí tenía que combatir y morir. Mi cuerpo se está pudriendo sobre mi tordillo de pelea pero eso es todo lo que sé.

Soy el comandante Alejandro Danel, hijo del mayor Danel, del ejército napoleónico. Todavía lo recuerdo cuando volvía con el Gran Ejército en el jardín de las Tullerías o en los Campos Elíseos, a caballo. Lo veo todavía a Napoleón segui­do por su escolta de veteranos, con los legendarios sables corvos. Y después cuando al fin, cuando Francia ya no era más la tierra de la Libertad y yo soñaba con combatir por los pueblos oprimidos, me embarqué hacia estas tierras, junto con Brauix, Viel, Bardel, Brandsen y Rauch, que habían combatido al lado de Napoleón. ¡Dios mío, cuánto tiempo ha pasado, cuántos combates, cuántas victorias y derrotas, cuánta muerte y cuánta sangre! Aquella tarde de 1825 en que lo conocí y me pareció un águila imperial, al frente de su regimiento de coraceros. Y entonces marché con él a la gue­rra del Brasil, y cuando cayó en Yerbal lo recogí y con mis hombres lo llevé a través de ochenta leguas de ríos y montes, perseguido por el enemigo, como ahora... Y nunca más me separé de él... Y ahora, después de ochocientas leguas de tristeza, ahora marcho al lado de su cuerpo podrido, hacia la nada...


Sí, quedan treinta y cinco leguas. Tres días de marcha a galope tendido por la quebrada, con el cadáver hinchado y hediendo a varias cuadras a la redonda, destilando los horri­bles líquidos de la podredumbre. Siempre adelante, con unos tiradores a la retaguardia. Desde Jujuy hasta Huacalera, veinticuatro leguas. Nada más que treinta y cinco leguas más, dicen para animarse. Nada más que cuatro, acaso cin­co días más de galope, si tienen suerte.
En la noche silenciosa se pueden oír los cascos de la caballada fantasma. Siempre hacia el norte.

El coronel Pedernera ordena hacer alto y habla con sus com­pañeros: el cuerpo se está deshaciendo, el olor es espantoso. Se lo descarnará y se conservarán los huesos. Y también el corazón, dice alguien. Pero sobre todo la cabeza: nunca Ori­be tendrá la cabeza, nunca podrá deshonrar al general.
¿Quién quiere hacerlo? ¿Quién puede hacerlo?
El coronel Alejandro Danel lo hará.
Entonces descienden el cuerpo del general, que hiede. Lo colocan al lado del arroyo Huacalera, mientras el coronel Danel se arrodilla a su lado y saca el cuchillo de monte. A través de sus lágrimas contempla el cuerpo desnudo y defor­me de su jefe. También lo miran duros y pensativos, también a través de sus lágrimas, los rotosos hombres que forman un círculo.
Luego, lentamente, hinca el cuchillo en la carne podrida.



Continuara......