Montaña y Arbol

Poesía, Cuentos, Arte y Literatura

jueves, octubre 01, 2015

Faeton - Publio Ovidio Nason – Metamorfosis






     Faetón (i)



                                 Tuvo éste en ánimos un igual, y en años,
del Sol engendrado, Faetón; al cual, un día, que grandes cosas decía
y que ante él no cedía, de que fuera Febo su padre soberbio,
no lo soportó el Ináquida y “A tu madre”, dice, “todo como demente
crees y estás henchido de la imagen de un genitor falso.”
Enrojeció Faetón y su ira por el pudor reprimió,
y llevó a su madre Clímene los insultos de Épafo,
y “Para que más te duelas, mi genetriz”, dice, “yo, ese libre,
ese fiero me callé. Me avergüenza que estos oprobios a nos
sí decirse han podido, y no se han podido desmentir.
Mas tú, si es que he sido de celeste estirpe creado,
dame una señal de tan gran linaje y reclámame al cielo.”
    Dijo y enredó sus brazos en el materno cuello,
y por la suya y la cabeza de Mérope y las teas de sus hermanas,
que le trasmitiera a él, le rogó, signos de su verdadero padre.
Ambiguo si Clímene por las súplicas de Faetón o por la ira
movida más del crimen dicho contra ella, ambos brazos al cielo
extendió y mirando hacia las luces del Sol:
“Por el resplandor este”, dice, “de sus rayos coruscos insigne,
hijo, a ti te juro, que nos oye y que nos ve,
que de éste tú, al que tú miras, de éste tú, que templa el orbe,
del Sol, has sido engendrado. Si mentiras digo, niéguese él a ser visto
de mí y sea para los ojos nuestros la luz esta la postrera.
Y no larga labor es para ti conocer los patrios penates.
De donde él se levanta la casa es confín a la tierra nuestra:
si es que te lleva tu ánimo, camina y averígualo de él mismo.”
     Brinca al instante, contento después de tales
palabras de la madre suya, Faetón, y concibe éter en su mente,
y por los etíopes suyos y, puestos bajo los fuegos estelares,
por los indos atraviesa, y de su padre acude diligente a los ortos.


Libro segundo
   Faetón (ii)

     El real del Sol era, por sus sublimes columnas, alto, 
claro por su rielante oro y, que a las llamas imita, por su piropo, 
cuyo marfil nítido las cúspides supremas cubría; 
de plata sus bivalvas puertas radiaban de su luz. 
A la materia superaba su obra; pues Múlciber allí 
las superficies había cincelado, que ciñen sus intermedias tierras, 
y de esas tierras el orbe, y el cielo, que domina el orbe. 
Azules tiene la onda sus dioses: a Tritón el canoro, 
a Proteo el ambiguo, y de las ballenas apretando, 
a Egeón, las inabarcables espaldas con sus brazos, 
a Doris y a sus nacidas, de las cuales, parte nadar parece, 
parte, en una mole sentada, sus verdes cabellos secar; 
de un pez remolcarse algunas; su faz no es de todas una misma, 
no distante, aun así, cual decoroso es entre hermanas. 
La tierra hombres y ciudades lleva, y espesuras y fieras 
y corrientes y ninfas y los restantes númenes del campo. 
De ello encima, impuesta fue del fulgente cielo la imagen, 
y signos seis en las puertas diestras y otros tantos en las siniestras. 
     Adonde, en cuanto por su ascendente senda de Clímene la prole 
llegó y entró de su dudado padre en los techos, 
en seguida hacia los patrios rostros lleva sus plantas, 
y se apostó lejos, pues no más cercanas soportaba 
sus luces: de una purpúrea vestidura velado, sentábase
en el solio Febo, luciente de sus claras esmeraldas. 
A diestra e izquierda el Día y el Mes y el Año, 
y los Siglos, y puestas en espacios iguales las Horas, 
y la Primavera nueva estaba, ceñida de floreciente corona, 
estaba desnudo el Verano y coronas de espigas llevaba; 
estaba también el Otoño, de las pisadas uvas sucio, 
y glacial el Invierno, arrecidos sus canos cabellos. 
Desde ahí, central según su lugar, por la novedad de las cosas atemorizado
al joven el Sol con sus ojos, con los que divisa todo, ve,
y “¿Cuál de tu ruta es la causa? ¿A qué en este recinto”, dice, “acudías, 
progenie, Faetón, que tu padre no ha de negar?” 
Él responde: “Oh luz pública del inmenso mundo, 
Febo padre, si me das el uso del nombre este 
y Clímene una culpa bajo esa falsa imagen no esconde: 
prendas dame, genitor, por las que verdadera rama tuya 
se me crea y el error arranca del corazón nuestro.” 
Había dicho, mas su genitor, alrededor de su cabeza toda rielantes 
se quitó los rayos, y más cerca avanzar le ordenó 
y un abrazo dándole: “Tú de que se niegue que eres mío
digno no eres, y Clímene tus verdaderos” dice “orígenes te ha revelado, 
y para que menos lo dudes, cualquier regalo pide, que, 
pues te lo otorgaré, lo tendrás. De mis promesas testigo sea, 
por la que los dioses han de jurar, la laguna desconocida para los ojos nuestros.” 
No bien había cesado, los carros le ruega él paternos, 
y, para un día, el mando y gobierno de los alípedes caballos.
     Le pesó el haberlo jurado al padre, el cual, tres y cuatro veces 
sacudiendo su ilustre cabeza: “Temeraria”, dijo, 
“la voz mía por la tuya se ha hecho. Ojalá mis promesas pudiera 
no conceder. Confieso que sólo esto a ti, mi nacido, te negaría; 
pero disuadirte me es dado: no es tu voluntad segura. 
Grandes pides, Faetón, regalos, y que ni a las fuerzas 
esas convienen ni a tan pueriles años. 
La suerte tuya mortal: no es mortal lo que deseas. 
A más incluso de lo que los altísimos alcanzar pueden, 
ignorante, aspiras; aunque pueda a sí mismo cada uno complacerse, 
ninguno, aun así, es capaz de asentarse en el eje 
60portador del fuego, yo exceptuado. También el regidor del vasto Olimpo, 
que fieros rayos lanza con su terrible diestra, 
no llevará estos carros, y qué que Júpiter mayor tenemos. 
     Ardua la primera vía es y con la que apenas de mañana, frescos, 
pugnan los caballos; en medio está la más alta del cielo, 
desde donde el mar y las tierras a mí mismo muchas veces ver 
me dé temor, y de pávido espanto tiemble mi pecho; 
la última, inclinada vía es, y precisa de manejo cierto: 
entonces, incluso la que me recibe en sus sometidas olas, 
que yo no caiga de cabeza, Tetis misma, suele temer. 
Añade que de una continua rotación se arrebata el cielo 
y sus estrellas altas arrastra y en una rápida órbita las vira. 
Pugno yo en contra, y no el ímpetu que a lo demás a mí me 
vence, y contrario circulo a ese rápido orbe. 
Figúrate que se te han dado los carros. ¿Qué harás? ¿Podrías 
en contra ir de los rotantes polos para que no te arrebate el veloz eje? 
Acaso, también, las florestas allí y las ciudades de los dioses 
concibas en tu ánimo que están, y sus santuarios ricos 
en dones. A través de insidias el camino es, y de formas de fieras, 
y aunque tu ruta mantengas y ningún error te arrastre, 
a través, aun así, de los cuernos pasarás del adverso Toro, 
y de los hemonios arcos, y la boca del violento León, 
y del que sus salvajes brazos curva en un circuito largo, 
el Escorpión, y del que de otro modo curva sus brazos, el Cangrejo. 
Tampoco mis cuadrípedes, ardidos por los fuegos esos 
que en su pecho tienen, que por su boca y narinas exhalan, 
a tu alcance gobernar está: apenas a mí me sufren cuando sus agrios 
ánimos se enardecen, y su cerviz rechaza las riendas. 
Mas tú, de que no sea yo para ti el autor de este funesto regalo, 
mi nacido, cuida y, mientras la cosa lo permite, tus votos corrige. 
Claro es que para que de nuestra sangre tú engendrado te creas 
unas prendas ciertas pides: te doy unas prendas ciertas temiendo, 
y con el paterno miedo que tu padre soy pruebo. Mira los rostros 
aquí míos, y ojalá tus ojos en mi pecho pudieras 
inserir y dentro desprender los paternos cuidados. 
Y, por último, cuanto tiene el rico cosmos mira en derredor, 
y de tantos y tan grandes bienes del cielo y la tierra 
y el mar demanda algo: ninguna negativa sufrirás. 
Te disuado de esto solo, que por verdadero nombre un castigo, 
no un honor es: un castigo, Faetón, en vez de un regalo demandas. 
¿Por qué mi cuello sostienes, ignorante, con tus blandos brazos? 
No lo dudes, se te concederá –las estigias ondas hemos jurado– 
aquello que pidas. Pero tú con más sabiduría pide.
     Había acabado sus advertencias. Sus palabras, aun así, él rechaza 
y su propósito apremia y flagra en el deseo del carro. 
Así pues, lo que podía, su genitor, irresoluto, a los altos 
conduce al joven, de Vulcano regalos, carros. 
Áureo el eje era, el timón áureo, áurea la curvatura 
de la extrema rueda, de los radios argénteo el orden. 
Por los yugos unos crisólitos y, puestas en orden, unas gemas, 
claras devolvían sus luces, reverberante, a Febo. 
Y mientras de ello, henchido, Faetón se admira y su obra 
escruta, he aquí que vigilante abrió desde el nítido orto 
la Aurora sus purpúreas puertas, y plenos de rosas 
sus atrios. Se dispersan las estrellas, cuyas columnas conduce 
el Lucero, y de su posta del cielo el postrero sale: 
al cual cuando buscar las tierras, y que el cosmos enrojecía, vio, 
y los cuernos como desvanecerse de la extrema luna, 
uncir los caballos el Titán impera a las veloces Horas. 
Sus órdenes las diosas rápidas cumplen y, fuego vomitando 
y de jugo de ambrosia saciados, de sus pesebres altos 
a los cuadrípedes sacan, y les añaden sus sonantes frenos. 
Entonces el padre la cara de su nacido con una sagrada droga 
tocó y la hizo paciente de la arrebatadora llama 
e impuso a su pelo los rayos, y, présagos del luto, 
de su pecho angustiado reiterando suspiros, dijo: 
     “Si puedes a estas advertencias al menos obedecer de tu padre, 
sé parco, chico, con las aguijadas, y más fuerte usa las bridas. 
Por sí mismos se apresuran: la labor es inhibirles tal deseo. 
Y no a ti te plazca la ruta, derechos, a través de los cinco arcos. 
Cortada en oblicuo hay, de ancha curvatura, una senda, 
y, con la frontera de tres zonas contentándose, del polo 
rehúye austral y, vecina a los aquilones, de la Osa. 
Por aquí sea tu camino: manifiestas de mi rueda las huellas divisarás; 
y para que soporten los justos el cielo y la tierra calores, 
ni hundas ni yergas por los extremos del éter el carro. 
Más alto pasando los celestes techos quemarás, 
más bajo, las tierras: por el medio segurísimo irás. 
Tampoco a ti la más diestra te decline hacia la torcida Serpiente, 
ni tu más siniestra rueda te lleve, hundido, al Ara. 
Entre ambos manténte. A la Fortuna lo demás encomiendo, 
la cual te ayude, y que mejor que tú por ti vele, deseo. 
Mientras hablo, puestas en el vespertino litoral, sus metas 
la húmeda noche ha tocado; no es la demora libre para nos. 
Se nos reclama, y fulge, las tinieblas ahuyentadas, la Aurora. 
Coge en la mano las riendas, o, si un mudable pecho 
es el tuyo, los consejos, no los carros usa nuestros. 
Mientras puedes y en unas sólidas sedes todavía estás, 
y mientras, mal deseados, todavía no pisas, ignorándolos, mis ejes, 
las que tú seguro contemples, déjame dar, las luces a las tierras.” 
     Ocupa él con su juvenil cuerpo el leve carro 
y se aposta encima, y de que a sus manos las leves riendas hayan tocado 
se goza, y las gracias da de ello a su contrariado padre. 
Entre tanto, voladores, Pirois, y Eoo y Eton, 
del Sol los caballos, y el cuarto, Flegonte, con sus relinchos llameantes 
las auras llenan y con sus pies las barreras baten. 
Las cuales, después de que Tetis, de los hados ignorante de su nieto, 
retiró, y hecha les fue provisión del inmenso cielo, 
cogen la ruta y sus pies por el aire moviendo 
a ellos opuestas hienden las nubes, y con sus plumas levitando 
atrás dejan, nacidos de esas mismas partes, a los Euros. 
Pero leve el peso era y no el que conocer pudieran 
del Sol los caballos, y de su acostumbrado peso el yugo carecía, 
y como se escoran, curvas, sin su justo peso las naves, 
y por el mar, inestables por su excesiva ligereza, vanse, 
así, de su carga acostumbrada vacío, da en el aire saltos 
y es sacudido hondamente, y semejante es el carro a uno inane. 
     Lo cual en cuanto sintieron, se lanzan, y el trillado espacio 
abandonan los cuadríyugos, y no en el que antes orden corren. 
Él se asusta, y no por dónde dobla las riendas a él encomendadas, 
ni sabe por dónde sea el camino, ni si lo supiera se lo imperaría a ellos. 
Entonces por primera vez con rayos se calentaron los helados Triones 
y, vedada, en vano intentaron en la superficie bañarse, 
y la que puesta está al polo glacial próxima, la Serpiente, 
del frío yerta antes y no espantable para nadie, 
se calentó y tomó nuevas con esos hervores unas iras. 
Tú también que turbado huiste cuentan, Boyero, 
aunque tardo eras y tus carretas a ti te retenían.
Pero cuando desde el supremo éter contempló las tierras 
el infeliz Faetón, que a lo hondo, y a lo hondo, yacían, 
palideció y sus rodillas se estremecieron del súbito temor, 
y le fueron a sus ojos tinieblas en medio de tanta luz brotadas, 
y ya quisiera los caballos nunca haber tocado paternos, 
ya de haber conocido su linaje le pesa, y de haber prevalecido en su ruego. 
Ya, de Mérope decirse deseando, igual es arrastrado que un pino 
llevado por el vertiginoso bóreas, al que vencidos sus frenos 
ha soltado su propio regidor, y al que a los dioses y a los rezos ha abandonado. 
¿Qué haría? Mucho cielo a sus espaldas ha dejado; 
ante sus ojos más hay. Con el ánimo mide los dos; 
y, ya, los que su hado alcanzar no es, 
delante mira los ocasos; a las veces detrás mira los ortos, 
y, de qué hacer ignorante, suspendido está, y ni los frenos suelta 
ni de retenerlos es capaz, ni los nombres conoce de los caballos. 
Esparcidas también en el variado cielo por todos lados maravillas, 
y ve, tembloroso, los simulacros de las vastas fieras. 
     Hay un lugar, donde en gemelos arcos sus brazos concava 
el Escorpión, y con su cola, y dobladas a ambos lados sus pinzas, 
alarga en espacio los miembros de sus dos signos: 
a éste el muchacho, cuando, húmedo del sudor de su negro veneno, 
y heridas amenazando con su curvada cúspide, ve, 
de la razón privado por el helado espanto las bridas soltó. 
Las cuales, después de que tocaron postradas lo alto de sus espaldas, 
se desorbitan los caballos y, nadie reteniéndolos, por las auras 
de una ignota región van, y por donde su ímpetu les lleva, 
por allá sin ley se lanzan, y bajo el alto éter se precipitan 
contra las fijas estrellas y arrebatan por lo inaccesible el carro, 
y ya lo más alto buscan, ya en pendiente y por rutas 
vertiginosas a un espacio a la tierra más cercano vanse, 
y de que más bajo que los suyos corran los fraternos caballos 
la Luna se admira, y abrasadas las nubes humean.
     Se prende en llamas, según lo que está más alto, la tierra, 
y hendida produce grietas, y de sus jugos privada se deseca. 
Los pastos canecen, con sus frondas se quema el árbol, 
y materia presta para su propia perdición el sembrado árido. 
     De poco me quejo: grandes perecen, con sus murallas, ciudades, 
y con sus pueblos los incendios a enteras naciones 
en ceniza tornan; las espesuras con sus montes arden, 
arde el Atos y el Tauro cílice y el Tmolo y el Oete 
y, entonces seco, antes abundantísimo de fontanas, el Ide, 
y el virgíneo Helicón y todavía no de Eagro el Hemo. 
    Arde a lo inmenso con geminados fuegos el Etna 
y el Parnaso bicéfalo y el Érix y el Cinto y el Otris 
y, que por fin de nieves carecería, el Ródope, y el Mimas 
y el Díndima y el Mícale y nacido para lo sagrado el Citerón, 
y no le aprovechan a Escitia sus fríos: el Cáucaso arde 
y el Osa con el Pindo y mayor que ambos el Olimpo, 
y los aéreos Alpes y el nubífero Apenino. 










     Entonces en verdad Faetón por todas partes el orbe 
mira incendiado, y no soporta tan grandes calores, 
e hirvientes auras, como de una fragua profunda, 
con la boca atrae, y los carros suyos encandecerse siente; 
y no ya las cenizas, y de ellas arrojada la brasa, 
soportar puede, y envuelto está por todos lados de caliente humo, 
y a dónde vaya o dónde esté, por una calina como de pez cubierto, 
no sabe, y al arbitrio de los voladores caballos es arrebatado. 
     De su sangre, entonces, creen, al exterior de sus cuerpos llamada, 
que los pueblos de los etíopes trajeron su negro color. 
Entonces se hizo Libia, arrebatados sus humores con ese bullir, 
árida, entonces las ninfas, con sueltos cabellos, a sus fontanas 
y lagos lloraron: busca Beocia a su Dirce, 
     Argos a Amímone, Éfire a las pirénidas ondas. 
Y tampoco las corrientes, las agraciadas con riberas distantes de lugar, 
seguras permanecen: en mitad el Tanais humeaba de sus ondas, 
y también Peneo el viejo y el teutranteo Caíco 
y el veloz Ismeno con el fegíaco Erimanto 
y el que habría de arder de nuevo, el Janto, y el flavo Licormas 
y el que juega, el Meandro, entre sus recurvadas ondas, 
y el migdonio Melas y el tenario Eurotas. 
Ardió también el Eufrates babilonio, ardió el Orontes 
y el Termodonte raudo y el Ganges y el Fasis y el Histro. 
     Bulle el Alfeo, las riberas del Esperquío arden, 
y el que en su caudal el Tajo lleva, fluye, por los fuegos, el oro, 
y las que frecuentaban con su canción las meonias riberas, 
sus fluviales aves, se caldean en mitad del Caístro. 
El Nilo al extremo huye, aterrorizado, del orbe, 
y se tapó la cabeza, que todavía está escondida; sus siete embocaduras, 
polvorientas, están vacías, siete, sin su corriente, valles. 
El azar mismo los ismarios Hebro y Estrimón seca, 
y los Vespertinos caudales del Rin, el Ródano y el Po, 
y al que fue de todas las cosas prometido el poder, al Tíber. 
     Saltó en pedazos todo el suelo y penetra en los Tártaros por las grietas 
la luz, y aterra, con su esposa, al infernal rey; 
y el mar se contrae, y es un llano de seca arena 
lo que poco antes ponto era, y, los que alta cubría la superficie, 
sobresalen esos montes y las esparcidas Cícladas ellos acrecen. 
     Lo profundo buscan los peces y no sobre las superficies, curvos, 
a elevarse se atreven los delfines hacia sus acostumbradas auras; 
los cuerpos de las focas, de espaldas sobre lo extremo del profundo, 
exánimes, nadan; el mismo incluso Nereo, fama es, 
y Doris y sus nacidas, que se ocultaron bajo tibias cavernas. 
     Tres veces Neptuno, de las aguas, sus brazos con torvo semblante 
a extraer se atrevió, tres veces no soportó del aire los fuegos. 
La nutricia Tierra, aun así, como estaba circundada de ponto, 
entre las aguas del piélago y, contraídas por todos lados, sus fontanas, 
que se habían escondido en las vísceras de su opaca madre, 
sostuvo hasta el cuello, árida, su devastado rostro 
y opuso su mano a su frente, y con un gran temblor 
todo sacudiendo, un poco se asentó y más abajo 
de lo que suele estar quedó, y así con seca voz habló: 
“Si te place esto y lo he merecido, ¿a qué, oh, tus rayos cesan, 
supremo de los dioses? Pueda la que ha de perecer por las fuerzas del fuego, 
por el fuego perecer tuyo, y su calamidad por su autor aliviar. 
Apenas yo, ciertamente, mis fauces para estas mismas palabras libero” 
–le oprimía la boca el vapor– “quemados, ay, mira mis cabellos, 
y en mis ojos tanta, tanta sobre mi cara brasa. 
     ¿Estos frutos a mí, este premio de mi fertilidad 
y de mi servicio me devuelves, porque las heridas del combado arado 
y de los rastrillos soporto, y todo se me hostiga el año, 
porque al ganado frondas, y alimentos tiernos, los granos, 
al humano género, a vosotros también inciensos, suministro? 
     Pero aun así, este final pon que yo he merecido ¿Qué las ondas, 
qué ha merecido tu hermano? ¿Por qué, a él entregadas en suerte, 
las superficies decrecen y del éter más lejos se marchan? 
Y si ni la de tu hermano, ni a ti mi gracia te conmueve, 
mas del cielo compadécete tuyo. Mira a ambos lados: 
humea uno y otro polo, los cuales si viciara el fuego, 
los atrios vuestros se desplomarán. Atlante, ay, mismo padece, 
y apenas en sus hombros candente sostiene el eje. 
Si los estrechos, si las tierras perecen, si el real del cielo: 
en el caos antiguo nos confundimos. Arrebata a las llamas 
cuanto todavía quede y vela por la suma de las cosas.” 
     Había dicho esto la Tierra, puesto que ni tolerar el vapor 
más allá pudo ni decir más, y la boca 
suya se devolvió a sí misma, y a sus cavernas a los manes más cercanas. 
     Mas el padre omnipotente, los altísimos poniendo por testigos y a aquél mismo 
que había dado sus carros, de que, si ayuda él no prestara, todas las cosas de un hado 
desaparecerían grave, acude, arduo, al supremo recinto 
desde donde suele las nubes congregar sobre las anchas tierras, 
desde donde mueve los truenos, y sus blandidos rayos lanza. 
Pero ni las que pudiera sobre las tierras congregar, nubes 
entonces tuvo, ni las que del cielo mandara, lluvias: 
truena, y balanceando un rayo desde su diestra oreja 
lo mandó al auriga y, al par, de su aliento y de sus ruedas 
lo expelió, y apacentó con salvajes fuegos los fuegos. 
Constérnanse los caballos, y un salto dando en contrario 
sus cuellos del yugo arrebatan, y sus rotas correas abandonan: 
por allí los frenos yacen, por allí, del timón arrancado, 
el eje, en esta parte los radios de las quebradas ruedas, 
y esparcidos quedan anchamente los vestigios del lacerado carro.
     Mas Faetón, con llama devastándole sus rútilos cabellos, 
rodando cae en picado, y en un largo trecho por los aires 
va, como a las veces desde el cielo una estrella, sereno, 
aunque no ha caído, puede que ha caído parecer. 
Al cual, lejos de su patria, en el opuesto orbe, el máximo 
Erídano lo recibió, y le lavó, humeante, la cara. 
     Las náyades Vespertinas, por la trífida llama humeante, 
su cuerpo dan a un túmulo, e inscriben también con esta canción la roca: 

Aquí · sito · queda · Faetón · del · carro · auriga · paterno
que · si · no · lo · dominó · aun · así · sucumbió · a · unas · grandes · osadías

     Pues su padre, cubiertos por su luto afligido, digno de compasión, 
había escondido sus semblantes, y si es que lo creemos, que un único 
día pasó sin sol refieren; los incendios luz 
prestaban, y algún uso hubo en el mal aquel. 


     Clímene

     Mas Clímene, después de que dijo cuanto hubo 
en tan grandes males de ser dicho, lúgubre y amente, 
y rasgándose los senos, todo registró el orbe, 
y sus exánimes miembros primero, luego sus huesos buscando, 
los halló, aunque huesos, en una peregrina ribera escondidos. 
Y se postró en ese lugar, y su nombre, en el mármol leído, 
regó de lágrimas, y con su abierto pecho lo calentó. 






Publio Ovidio Nason
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