Montaña y Arbol

Poesía, Cuentos, Arte y Literatura

domingo, noviembre 02, 2008

"NADJA" Andre "el salmon" Breton (final del libro)


De todo ello se deduce necesariamente una determinada actitud con respecto a la belleza, la cual demasiado claro está que únicamente con fines pasionales ha sido tratada aquí. En ningún caso estática, es decir encerrada en su sueño de piedra , inalcanzable para el hombre en las sombras de esas Odaliscas, en lo profundo de esas tragedias que pretenden limitarse a una única jornada, apenas menos dinámica que ellas, es decir, sometida a ese galope desenfrenado tras el cual solo puede comenzar desenfrenadamente otro galope, a saber, más aturdida que un copo de nieve en mitad de la nevada, es decir decidida a rechazar para siempre cualquier abrazo por miedo a que no se la sepa abrazar: ni dinámica ni estática veo la belleza tal y como te he visto. Como he visto lo que a la hora indicada y por un tiempo marcado, que espero y creo con toda mi alma que se prestará a repetirse, te armonizaba conmigo. Es como un tren que no deja de brincar en la estación de Lyon y del que estoy seguro que nunca saldrá, que nunca se ha ido.  Se compone de espasmos, muchos de los cuales apenas tienen importancia, pero que nosotros sabemos que están destinados a producir un Espasmo, que sí la tiene. Que tiene toda la importancia que yo no quisiera arrogarme. Un poco en cualquier dominio, el entendimiento se atribuye derechos que no posee. La belleza, ni dinámica ni estática. El corazón humano, hermoso como un sismógrafo. Majestad del silencio… Un periódico matutino me bastará siempre para darme noticias mías:

         "X…, 26 de diciembre— El operador encargado de la estación de telegrafía sin hilos situada en La Isla de Sable captó un fragmento de mensaje que podría haber sido emitido el domingo por la noche a tal hora por el… El mensaje decía en particular: 'Algo falla', pero no indicaba la posición del avión en ese momento y, debido a las pésimas condiciones atmosféricas y a las interferencias que se producían, el operador no pudo comprender ninguna otra frase, ni entrar de nuevo en contacto.
"El mensaje había sido emitido en una longitud de onda de 625 metros; por otra parte, dada la intensidad de recepción, el operador creyó que podía localizar el avión en un radio de 80 kilómetros alrededor de la isla de Sable".

La belleza será CONVULSIVA O no será.

lunes, agosto 25, 2008

"LA PUTA DE BABILONIA", Fernando Vallejo



LA PUTA, LA GRAN PUTA, la grandísima puta, la santurrona, la simoníaca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del Santo Oficio y el Índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la noche de San Bartolomé; la que saqueó a Cons-tantinopla y bañó de sangre a Jerusalén; la que exterminó a los albigenses y a los veinte mil habitantes de Beziers; la que arrasó con las culturas indígenas de América; la que quemó a Segarelli en Parma, a Juan Hus en Constanza y a Giordano Bruno en Roma; la detractora de la ciencia, la enemiga de la verdad, la adulteradora de la Historia; la perseguidora de judíos, la encendedora de hogueras, la quemadora de herejes y brujas; la estafadora de viudas, la cazadora de herencias, la vendedora de indulgencias; la que inventó a Cristo loco el rabioso y a Pedro-piedra el estulto; la que promete el reino soso de los cielos y amenaza con el fuego eterno del infierno; la que amordaza la palabra y aherroja la libertad del alma; la que reprime a las demás religiones donde manda y exige libertad de culto donde no manda; la que nunca ha querido a los animales ni les ha tenido compasión; la oscurantista, la impostora, la embaucadora, la difamadora, la calumniadora, la reprimida, la represora, la mirona, la fisgona, la contumaz, la relapsa, la corrupta, la hipócrita, la parásita, la zángana; la antisemita, la esclavista, la homofóbica, la misógina; la carnívora, la carnicera, la limosnera, la tartufa, la mentirosa, la insidiosa, la traidora, la despojadora, la ladrona, la manipuladora, la depredadora, la opresora; la pérfida, la falaz, la rapaz, la felona; la aberrante, la inconsecuente, la incoherente, la absurda; la cretina, la estulta, la imbécil, la estúpida; la travestida, la mamarracha, la maricona; la autocrática, la despótica, la tiránica; la católica, la apostólica, la romana; la jesuítica, la dominica, la del Opus Dei; la concubina de Constantino, de Justiniano, de Carlomagno; la solapadora de Mussolini y de Hitler; la ramera de las rameras, la meretriz de las meretrices, la puta de Babilonia, la impune bimilenaria tiene cuentas pendientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar.



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lunes, agosto 11, 2008

Ciento setenta y cinco hombres (Final) extracto de la obra "Sobre heroes y tumbas" de Ernesto Sabato


"Sí, camaradas, esos doctores que me hicieron cometer un crimen, porque yo era muy joven, entonces, y creí de veras que hacía un servicio a mi patria, y aunque me dolía terriblemente, porque yo amaba a Manuel, porque siempre le había tenido inclinación, firmé aquella sentencia que tanta sangre ha traído en estos once años. Y aquella muerte fue un cáncer que me devoró en el exilio y después en esta estúpida campaña. Tú, Danel, que estabas conmigo en aquel momen­to, sabes muy bien cuánto me costó hacerlo, cuánto admira­ba yo el coraje y la inteligencia de Manuel. Y también lo sabe Acevedo, y muchos camaradas que aquí miran ahora mis restos. Y sabes también que fueron ellos, los hombres con cabeza, los que me indujeron a hacerlo, con cartas insidio­sas, cartas que además querían que yo luego destruyese. Fueron ellos. No tú, Danel, ni tú, Acevedo, ni Lamadrid ni ninguno de los que no tenemos más que un brazo para empu­ñar el sable y un corazón para enfrentar la muerte".
(Los huesos ya han sido envueltos en el poncho que alguna vez fue celeste pero que hoy, como el espíritu de esos hombres, es poco más que un trapo sucio; un trapo que no se sabe bien qué representa; esos símbolos de los sentimientos y pasiones de los hombres —celeste, rojo— que terminan finalmente por volver al color inmortal de la tierra, ese color que es más y menos que el color de la suciedad, porque es el color de nuestra vejez y del destino final de todos los hom­bres, cualesquiera sean sus ideas. El corazón ya ha sido puesto en un tachito con aguardiente. Y los hombres aque­llos han guardado en algunos de los harapientos bolsillos un pequeño recuerdo de aquel cuerpo: un huesito, un mechón de pelos.)
"Y tú. Aparicio Sosa, que nunca intentaste entender nada, porque simplemente te limitaste a serme fiel, a creer sin razones en lo que yo dijera o hiciese, tú. que me cuidaste desde que fui un cadete mocoso y arrogante: tú, el callado sargento Aparicio Sosa, el negro Sosa, el picado de viruelas Sosa, el que me salvó en Cancha Rayada, el que nada tiene fuera del amor a este pobre general derrotado, fuera de esta bárbara y desgraciada patria querría que pensaran en ti.
"Quiero decir..."
(Los fugitivos han colocado ahora el bulto con los hue­sos en la petaca de cuero del general, y la petaca sobre el tordillo de pelea. Pero vacilan con el tachito hasta que Danel lo entrega a Aparicio Sosa, el más desamparado por la muer­te de su jefe.)
"Sí, compañeros, al sargento Sosa. Porque es como decir a esta tierra, esta tierra bárbara, regada con la sangre de tantos argentinos. Esta quebrada por la que veinticinco años atrás subió Belgrano con sus soldaditos improvisa­dos, generalito improvisado, frágil como una niña, con la sola fuerza de su ánimo y de su terror, teniendo que enfren­tar las fuerzas aguerridas de España por una patria que todavía no sabíamos claramente qué era, que todavía hoy no sabemos qué es, hasta dónde se extiende, a quién perte­nece de verdad: si a Rosas, si a nosotros, si a todos juntos o a nadie. Sí, sargento Sosa: sos esta tierra, esta quebrada milenaria, esta soledad americana, esta desesperación anó­nima que nos atormenta en medio de este caos, en esta lucha entre hermanos."
(Pedernera da orden de montar. Ya se oyen peligrosa­mente cerca los disparos en la retaguardia, se ha perdido demasiado tiempo. Y dice a sus compañeros "Si tenemos suerte, en cuatro días alcanzamos la frontera". Eso es, trein­ta y cinco leguas que pueden cubrirse en cuatro días de desesperado galope. "Si Dios nos acompaña", agrega. Y los fugitivos desaparecen en medio del polvo, bajo el sol intenso de la quebrada, mientras detrás otros camaradas mueren por ellos.)


Galopan furiosamente hacia la frontera, porque el coronel Pedernera ha dicho: "Esta misma noche debemos estar en tierra boliviana". Detrás se oyen los disparos de la retaguar­dia. Y aquellos hombres piensan cuántos camaradas y quie­nes de los que cubren aquella huida de siete días habrán sido alcanzados por la gente de Oribe.
Hasta que en medio de la noche atraviesan la frontera y pueden derrumbarse y por fin descansar y dormir en paz. Una paz sin embargo, tan desolada como la que reina en un mundo muerto, en un territorio arrasado por la cala­midad, recorrido por silenciosos, lúgubres y hambrientos caranchos.
Y cuando a la mañana siguiente Pedernera da orden de montar y de reiniciar la marcha hacia Potosí, aquellos hom­bres montan a caballo pero permanecen largo tiempo miran­do hacia el sur. Todos (también el coronel Pedernera), ciento setenta y cinco rostros, pensativos y taciturnos hombres y también una mujer, mirando hacia el sur, hacia la tierra que se conoce con el nombre de Provincias Unidas (¡Unidas!) del Sur, hacia la región del mundo en que esos hombres han nacido, y donde quedan sus hijos, sus hermanos, sus muje­res, sus madres. ¿Para siempre?
Todos miran hacia el sur. También el sargento Aparicio Sosa, con su tachito con aquel corazón apretado contra su pecho, mira hacia allá.
Y también el alférez Celedonio Olmos, que a la edad de diecisiete años se unió a la Legión, junto a su padre y a su hermano, ahora muertos en Quebracho Herrado, para com­batir por ideas que se escriben con mayúsculas; palabras que luego van borroneándose y cuyas mayúsculas, antiguas y relucientes torres, se han ido desmoronando por la acción de los años y los hombres.
Hasta que el coronel Pedernera comprende que ya basta, y da la orden de marcha y todos tiran de sus riendas y hacen volver sus cabalgaduras hacia el norte.
Ya se alejan en medio del polvo, en la soledad mineral en aquella desolada región planetaria. Y pronto no se distin­guirán, polvo entre el polvo.
Ya nada queda en la quebrada de aquella Legión, de aquellos míseros restos de la Legión: el eco de sus caballadas se ha apagado; la tierra que desprendieron en su furioso galope ha vuelto a su seno lenta pero inexorablemen­te; la carne de Lavalle ha sido arrastrada hacia el sur por las aguas de un río (¿para convertirse en árbol, en planta, en perfume?). Sólo permanecerá el recuerdo brumoso cada día más impreciso de aquella Legión fantasma. "En las noches de luna —cuenta un viejo indio— yo también los he visto. Se oyen primero las nazarenas y el relincho de un caballo. Lue­go aparece, es un caballo muy brioso lo muenta el general, un blanco como la nieve (así ve el indio al caballo del gene­ral). Él lleva un gran sable de caballería y un morrión alto, de granadero". (¡Pobre indio, si el general era un rotoso pai­sano, con un chambergo de paja sucia y un poncho que ya había olvidado el color simbólico! ¡Si aquel desdichado no tenía ni uniforme de granadero ni morrión, ni nada! ¡Si era un miserable entre miserables!)
Pero es como un sueño: un momento más y en seguida desaparece en la sombra de la noche, cruzando el río hacia los cerros del poniente...

jueves, julio 31, 2008

Ciento setenta y cinco hombres (Cuarta Parte)extracto de la obra "Sobre Heroes y Tumbas" de Ernesto Sabato




En el zaguán bañado en sangre, yace el cuerpo del general. Arrodillada a su lado, abrazada a él, llora Damasita Boedo. El sargento Sosa mira aquello como un niño que ha perdido su madre en un terremoto.Todos corren, gritan. Nadie comprende nada: ¿dónde es¬tán los federales? ¿Por qué no han muerto a los demás? ¿Por qué no han cortado la cabeza a Lavalle?"No saben a quién han matado en la noche ", dice Frías. "Han tirado en la oscuridad." "Está claro", piensa Pedernera. Hay que huir antes que lo comprendan. Da órde¬nes enérgicas y precisas, el cuerpo es envuelto en el poncho y colocado sobre el tordillo del general, y al galope alcanzan nuevamente los Tapiales de Castañeda, donde espera el resto de la Legión.Dice el coronel Pedernera: "Oribe ha jurado mostrar la cabeza del general en la punta de una pica, en la plaza de la Victoria. Eso nunca habrá de suceder, compañeros. En siete días podemos alcanzar la frontera de Bolivia, y allá descan¬sarán los restos de nuestro jefe".Divide entonces sus fuerzas, ordena a un grupo de tira¬dores defender la retirada de la retaguardia, y luego empren¬den la marcha final hacia el exilio.
La noche es helada y la luna ilumina frígidamente la que¬brada. Los ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pen¬dientes de los rumores del sur. El Río Grande serpentea como mercurio brillante, testigo indiferente de luchas, ex¬pediciones y matanzas. Ejércitos del Inca, caravanas de cautivos, columnas de conquistadores españoles que ya traían su sangre (piensa el alférez Celedonio Olmos) y que cuatrocientos años más tarde vivirán secretamente en la sangre de Alejandra (piensa Martín). Luego, caballerías patriotas rechazando los godos hacia el norte, después los godos volviendo a avanzar hacia el sur, y una vez más los patriotas rechazándolos. Con lanza y tercerola, a espada y cuchillo, mutilándose y degollándose con el furor de los hermanos. Luego noches de silencio mineral en que vuelve a sentirse el solo murmullo del Río Grande, imponiéndose lenta pero seguramente sobre los sangrientos ¡pero tan transitorios! combates entre los hombres. Hasta que nueva¬mente los alaridos de muerte vuelven a teñirse de rojo y poblaciones enteras huyen hacia abajo, haciendo tabla rasa, incendiando sus casas y destruyendo sus haciendas, para retornar más tarde, una vez más hacia la tierra eterna en que nacieron y sufrieron. Ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pues, en la noche mineral. Y una voz apagada, apenas rasgando una guitarra, canta:Palomita blanca,vidalita,que cruzas el valle,vé a decir a todos,vidalita,que ha muerto Lavalle.Y cuando el nuevo día amanece remidan la marcha hacia el norte.El alférez Celedonio Olmos cabalga ahora al lado del sargento Aparicio Sosa, que marcha callado y pensativo.El alférez lo mira. Durante días se ha venido preguntan¬do. Su alma se ha marchitado en los últimos meses como una flor delicada en un cataclismo planetario. Pero ha empe¬zado a comprender, a medida que más absurda es esa última retirada.Ciento setenta y cinco hombres galopando furiosamente durante siete días por un cadáver."Nunca Oribe tendrá la cabeza", le ha dicho el sargento Sosa. Así que en medio de la destrucción de aquellas torres el alférez adolescente empezaba a entrever otra; refulgente indestructible. Una sola. Pero por ella valía la pena vivir y morir.
En la noche silenciosa y helada se pueden oír los cascos de la caballería en retirada. Siempre hacia el norte
Colosales cataclismos levantaron aquellas cordilleras del noroeste y desde doscientos cincuenta mil años vientos pro¬venientes de la regiones que se encuentran más allá de las cumbres occidentales, hacia la frontera, cavaron y trabaja¬ron misteriosas y formidables catedrales.Y la Legión (los restos de la Legión) sigue su galope hacia el norte, perseguida por las fuerzas de Oribe. Sobre el tordillo de pelea, envuelto en su poncho, pudriéndose, he¬diendo, va el cuerpo hinchando del general
Quedan treinta y cinco leguas. Tres días de marcha a galope tendido, con el cadáver que hiede y destila los líquidos de la podredumbre, con unos tiradores a la retaguardia que cu¬bren las espaldas, que quizá son poco a poco diezmados y lanceados o degollados. Desde Jujuy hasta Huacalera, vein¬ticuatro leguas. Nada más que treinta y cinco leguas, se dicen a sí mismos. Nada más que cuatro o cinco días de marcha, si Dios los ayuda.
Pedernera ordena hacer alto y habla con sus camaradas: el cuerpo se hincha, el olor es insoportable. Habrá que descarnarlo para conservar los huesos y la cabeza. Nunca la tendrá Oribe.Pero ¿quién quiere hacerlo? Y sobre todo, ¿quien podráhacerlo?El coronel Alejandro Danel lo hará.Entonces descienden el cuerpo, lo depositan a orillas del arroyo, es necesario rajarle la ropa a cuchillo, tensa por la hinchazón. Luego Danel se arrodilla a su lado y desenvai¬na el cuchillo de monte. Durante unos instantes contempla el cadáver deforme de su jefe. También lo contemplan los hombres que forman un círculo taciturno. Y entonces Danel hinca el cuchillo en donde la podredumbre ya ha empezado su tarea. El arroyo Huacalera arrastra los pedazos de carne, aguas abajo, mientras los huesos van siendo amontonados sobre el poncho.El alma de Lavalle advierte las lágrimas de Danel y reflexiona así: "Sufres por mí, pero deberías sufrir por ti y por los camaradas que quedan vivos. Yo no importo, ahora. Lo que en mí se corrompía, tú lo estás arrancando y las aguas de este río lo llevarán lejos, pronto ayudará a una planta a crecer, quizá con el tiempo se convierta en flor, en perfume. Ya ves que esto no debería entristecerte. Y, además, así sólo quedarán de mí los huesos, lo único que en nosotros se acerca a la piedra y a la eternidad. Y me conforta que guarden el corazón. ¡Tan lealmente me ha acompañado en la adversidad! Y también la cabeza, sí. Esa cabeza que aquellos doctores dicen que nada valía. Quizá lo dijeron porque me repugnaba aliarme con extranjeros o porque esa larga retira¬da les pareció absurda y sin objeto, porque no me decidí a atacar a Buenos Aires cuando temamos sus cúpulas a la vista: esos intelectuales que no sabían que en aquellos días en que volví a ver los campos en que fusilé a Dorrego me atormentaba su recuerdo, y más ahora que veía que el pueblo de la campaña estaba con él y no con nosotros, cuando cantaba



Cielo y cielo nublado



por la muerte de Dorrego...

martes, julio 22, 2008

Ciento setenta y cinco hombres (Terecera Parte) extracto de la obra "Sobre heroes y Tumbas" de Ernesto Sabato


Pedernera mira a Lavalle, que marcha un poco adelante, con sus bombachas gauchas, su arremangada y rota camisa, un sombrero de paja. Está enfermo, flaco, caviloso: parece el harapiento fantasma de aquel Lavalle del Ejército de los Andes... ¡Cuántos años han pasado! Veinticinco años de combates, de glorias y de derrotas. Pero al menos en aquel tiempo sabían por lo que combatían: querían la libertad del continente, luchaban por la Patria Grande. Pero ahora... Ha corrido tanta sangre por los ríos de América, han visto tan­tos atardeceres desesperados, han oído tantos alaridos de combates entre hermanos. Ahí mismo, sin ir más lejos, viene Oribe: ¿no luchó junto con ellos en el Ejército de los Andes? ¿Y Dorrego?
Pedernera mira sombríamente hacia los cerros gigantes, con lentitud su mirada recorre el desolado valle, parece pre­guntar a la guerra cuál es el secreto del tiempo...

Son ya quince horas de marcha hacia Jujuy. El general va enfermo, hace tres días que no duerme, agobiado y taciturno se deja llevar por su caballo, a la espera de las noticias que habrá de traer el ayudante Lacasa.
¡Las noticias del ayudante Lacasa!, piensan Pedernera y Danel y Artayeta y Mansilla y Echagüe y Billinghurst y Ramos Mejía. Pobre general, hay que velar su sueño, hay que impedir que despierte del todo.
Y ahí llega Lacasa, reventando caballos para decir lo que todos ellos saben.
Así que no se acercan, no quieren que el general ad­vierta que ninguno de ellos se sorprende del informe. Y desde lejos, apartados, callados, con cariñosa ironía, con melancólico fatalismo, siguen aquel diálogo absurdo, aquel informe negro: todos los unitarios han huido hacia Bolivia.
Domingo Arenas, jefe militar de la plaza, obedece ya a los federales y espera a Lavalle para terminarlo. "Huyan hacia Bolivia por cualquier atajo", recomendó el doctor Bedoya, antes de dejar la ciudad. ¿Qué hará Lavalle? ¿Qué puede hacer nunca el general Lavalle? Todos ellos lo saben, es inútil: jamás dará la espalda al peligro. Y se disponen a seguirlo hacia aquel último y mortal acto de locura. Y enton­ces da la orden de marcha hacia Jujuy.
Pero es evidente: aquel jefe envejece por horas, siente que la muerte se aproxima, y, como si debiese hacer el recorrido natural pero acelerado, aquel hombre de cuarenta y cuatro años ya tiene algo en su manera de mirar, en una pesada curva de las espaldas, en cierto cansancio final que anuncia la vejez y la muerte. Sus camaradas lo miran desde lejos.
Siguen con sus ojos aquella ruina querida.
Piensa Frías: "Cid de los ojos azules".
Piensa Acevedo: "Has peleado en ciento veinticinco combates por la libertad de este continente".
Piensa Pedernera: 'Ahí marcha hacia la muerte el ge­neral Juan Galo de Lavalle, descendiente de Hernán Cortés y de Don Pelayo, el hombre a quien San Martín llamó el primer espada del Ejército Libertador, el hombre que llevan­do la mano a la empuñadura de su sable impuso silencio a Bolívar".
Piensa Lacasa: "En su escudo un brazo armado sostie­ne una espada, una espada que no se rinde. Los moros no lo abatieron, y después tampoco fue abatido por los españoles. Y tampoco ahora ha de rendirse. Es un hecho".
Y Damasita Boedo, la muchacha que cabalga a su lado y que ansiosamente trata de penetrar en el rostro de aquel hombre que ama, pero que siente en un mundo remoto piensa "General: querría que descansases en mí, que inclinases tu cansada cabeza en mi pecho, que durmieses acunado por mis brazos. El mundo nada podría contra ti, el mundo nada puede contra un niño que duerme en el regazo de su madre. Yo soy ahora tu madre, general. Mírame, dime que me quie­res, dime que necesitas mi ayuda".
Pero el general Juan Galo de Lavalle marcha taciturno y reconcentrado en los pensamientos de un hombre que sabe que la muerte se aproxima. Es hora de hacer balances, de inventariar las desdichas, de pasar revista a los rostros del pasado. No es hora de juegos ni de mirar el simple mundo exterior. Ese mundo exterior ya casi no existe, pronto será un sueño soñado. Ahora avanzan en su mente los rostros verdaderos y permanentes, aquellos que han permanecido en el fondo más cerrado de su alma, guardados bajo siete lla­ves. Y su corazón se enfrenta entonces con aquella cara gas­tada y cubierta de arrugas, aquella cara que alguna vez fue un hermoso jardín y ahora está cubierto de malezas, casi seco, desprovisto de flores. Pero sin embargo vuelve a verlo y a reconocer aquella glorieta en que se encontraban cuando
casi eran niños, todavía: cuando la desilusión, la desdicha y el tiempo no habían cumplido su obra de devastación; cuan­do en aquellos tiernos contactos de sus manos, aquellas miradas de sus ojos anunciaba los hijos que luego vinieron como una flor anuncia los fríos que vendrán: "Dolores , murmura, con una sonrisa que aparece en su cara muerta como una brasa ya casi apagada entre las cenizas que apar­tamos para tener un poco y último calorcito en una desolada montaña.
Y Damasita Boedo, que lo observa con angustiosa aten­ción, que casi lo oye murmurar aquel nombre lejano y queri­do, mira ahora hacia adelante, sintiendo las lágrimas en sus ojos. Entonces llegan a los aledaños de Jujuy: ya se ven la cúpula y las torres de la Iglesia. Es la quinta de los Tapiales de Castañeda. Es ya de noche. Lavalle ordena a Pedernera acampar allí. Él, con una pequeña escolta, irá a Jujuy. Bus­cará una casa donde pasar la noche: está enfermo, se de­rrumba de cansancio y de fiebre.
Sus compañeros se miran: ¿qué se puede hacer? Todo es una locura, y tanto da morir en una forma como en otra.
Pedernera, que duerme sobre su montura, se incorpora ner­viosamente: cree haber oído disparos de tercerolas. Pero aca­so son figuraciones suyas. En esa noche siniestra ha inten­tado dormir en vano. Visiones de sangre y muerte lo ator­mentan.
Se levanta, camina entre sus compañeros dormidos y se llega basta el centinela. Sí, el centinela ha oído disparos, lejos, hacia la ciudad. Pedernera despierta a sus camaradas, él tiene una sombría intuición, piensa que deben ensillar y mantenerse alerta. Así se empieza a ejecutar cuando llegan dos tiradores de la escolta de Lavalle, al galope, gritando: "¡Han matado al general!"

sábado, julio 12, 2008

Ciento setenta y cinco hombres (Segunda parte) extracto de la obra "Sobre Heroes y Tumbas" de Ernesto Sabato


Ahora marchan hacia Salta por senderos desconocidos, sen­deros que sólo ese baqueano conoce. Son apenas seiscientos derrotados. Aunque, él, Lavalle, cree todavía en algo, porque él siempre parece creer en algo, aunque sea, como piensa Iriarte, como murmuran los comandantes Ocampo y Hornos, en quimeras y fantasmas. ¿A quién va a enfrentar con estos desechos, eh? Y sin embargo, ahí va adelante, con su som­brero de paja y la escarapela celeste (que ya no es celeste ni nada) y su poncho celeste (que tampoco es ya celeste, que poco a poco ha ido acercándose al color de la tierra), imagi­nando vaya a saber qué locas tentativas. Aunque también es probable que esté tratando de no entregarse a la desesperan­za y la muerte.
El alférez Celedonio Olmos está luchando sobre su ca­ballo para retener sus dieciocho años, porque siente que su edad está al borde de un abismo y puede caer en cualquier momento en grandes profundidades, en edades inconmensu­rables. Todavía sobre su caballo, cansado, con su brazo he­rido, observa allí delante a su jefe y a su lado al coronel Pedernera, pensativo y hosco, y está luchando por defender esas torres, aquellas claras y altivas torres de su adolescen­cia, aquellas palabras refulgentes que con sus grandes ma­yúsculas señalan las fronteras del bien y del mal, aquellas guardias orgullosas del absoluto. Se defiende en esas torres todavía. Porque después de ochocientas leguas de derrotas y deslealtades, de traiciones y disputas, todo se ha vuelto tur­bio. Y perseguido por el enemigo, sangrante y desesperado, sable en mano, ha ido subiendo uno a uno los escalones de aquellas torres en otro tiempo resplandecientes y ahora en­suciadas por la sangre y la mentira, por la derrota y la dada. Y defendiendo cada escalón, mira a sus camaradas, pide silenciosa ayuda a quienes están librando combates pareci­dos: a Frías, a Lacasa quizá. Oye a Frías que dice a Billinghurst: "Nos abandonarán, estoy seguro", mirando a los comandantes de los escuadrones correntinos.
"Están listos a traicionarnos", piensan los del escua­drón porteño.
Sí. Hornos y Ocampo, que cabalgan juntos. Y los otros los observan y malician la traición o el abandono. Y cuando Hornos se separa de su compañero y se acerca al general todos tienen un mismo pensamiento. Lavalle ordena hacer alto, entonces, y aquellos hombres hablan. ¿Qué hablan, qué discuten? Y luego, mientras la marcha se reanuda, se propa­gan las palabras contradictorias y terribles: lo han emplaza­do, lo han querido persuadir, le han anunciado su separa­ción. Y también cuentan que Lavalle dijo: "Si no hubiera más esperanzas ya no trataría de proseguir la lucha, pero los gobiernos de Salta y Jujuy nos ayudarán, nos proporcionarán hombres y pertrechos, nos haremos fuertes en la sierra: Oribe tendrá que distraer buena parte de su fuerza con noso­tros, Lamadrid resistirá en Cuyo".
Y entonces, cuando alguien murmura "Lavalle está aho­ra completamente loco" el alférez Celedonio Olmos desenvai­na el sable para defender aquella última parte de la torre y se lanza contra aquel hombre, pero es detenido por sus ami­gos, y el otro es acallado y vituperado, porque, sobre todo (dijeron), sobre todo, es necesario mantenerse unidos y evi­tar que el general vea u oiga nada. "Como (pensó Frías) si el general durmiera y hubiese que velar su sueño, ese sueño de quimeras. Como si el general fuera un niño loco pero puro y querido y ellos fuesen sus hermanos mayores, su padre y su madre, y velasen su sueño."
Y Frías y Lacasa y Olmos miran a su jefe, temerosos de que haya despertado, pero felizmente sigue soñando, cuida­do por su sargento Sosa, el sargento invariable y eterno, inmune a todos los poderes de la tierra y del hombre, estoico y siempre callado.
Hasta que aquel sueño de las ayudas, de la resistencia, de los pertrechos, de los caballos y hombres es roto brutal­mente en Salta: la gente ha huido, el pánico reina en sus calles, Oribe está a nueve leguas de la ciudad, y nada es posible.
"¿Lo ve, ahora, mi general?", le dice Hornos.
Y Ocampo le dice: "Nosotros, los restos de la división correntina, hemos decidido cruzar el Chaco y ofrecer nuestro brazo al general Paz".
Anochece en la ciudad caótica.
Lavalle ha bajado la cabeza y nada responde.
¿Qué, sigue soñando? Los comandantes Hornos y Ocampo se miran. Pero por fin Lavalle contesta:
—Nuestro deber es defender a nuestros amigos de estas provincias. Y si nuestros amigos se retiran hacia Bolivia, debemos ser los últimos en hacerlo; debemos cubrir sus es­paldas. Debemos ser los últimos en dejar el territorio de la patria.
Los comandantes Piornos y Ocampo vuelven a mirarse y un solo y mismo pensamiento tienen: "Está loco". ¿Con qué fuerzas podría cubrir esa retirada, cómo? Lavalle, con los ojos fijos en el horizonte, repite sin oír nada:
—Los últimos.
Los comandantes Hornos y Ocampo piensan: "Lo mue­ven el orgullo, su maldito orgullo y acaso el resentimiento hacia Paz'. Dicen:
—Mi general, lo sentimos. Nuestros escuadrones se unirán a las fuerzas del general Paz.
Lavalle los mira, luego inclina su cabeza. Sus arrugas aumentan en cada instante, años de vida y de muerte se desploman sobre su alma. Cuando levanta su cabeza y vuel­ve a mirarlos, ya es un viejo:
—Está bien, comandante. Les deseo buena suerte. Oja­lá el general Paz pueda proseguir esta lucha hasta el fin. esta lucha para la que, al parecer, ya no sirvo.
Los restos de la división de Hornos se alejan al galope, observados en silencio por los doscientos hombres que que­dan al lado de su general. Sus corazones están encogidos y en sus mentes hay un único pensamiento: "Ahora todo está perdido". Sólo les queda esperar la muerte al lado del jefe. Y cuando Lavalle les dice: "Resistiremos, verán, haremos gue­rra de guerrillas en la sierra", ellos permanecen callados, mirando hacia el suelo. "Marcharemos hacia Jujuy, por el momento. " Y aquellos hombres, que saben que ir hacia Jujuy es desatinado, que no ignoran que la única forma de salvar al menos sus vidas es tomar hacia Bolivia por senderos desconocidos, dispersarse, huir, responden: "Bien, mi gene­ral". Porque ¿quién ha de ser capaz de quitarle los últimos sueños al general niño?
Ahí van, ahora. No son ni doscientos esos hombres. Marchan por el camino real hacia la ciudad de Jujuy. ¡Por el camino real!
No son ni siquiera doscientos hombres, y ni siquiera son soldados ya: son seres derrotados y sucios, y muchos de ellos ya tampoco saben por qué combaten y para qué. El alférez Celedonio Olmos, como todos ellos, cabalga ceñudo y silencioso, recordando a su padre, el capitán Olmos, y a su hermano, muertos en Quebracho Herrado.
Ochocientas leguas de derrotas. Ya no comprende nada, y las malignas palabras de Iriarte le vuelven constantemen­te: el general loco, el hombre que no sabe lo que quiere. ¿Y no había abandonado la Solana Sotomayor a Brizuela por Lavalle? Lo está viendo ahora a Brizuela: desgreñado, bo­rracho rodeado de perros. ¡Que ningún enviado de Lavalle se acerque! Y ahora mismo ¿no marcha a su lado esa muchacha salteña? Ya nada entiende. Y todo era tan nítido dos años antes: la Libertad o la Muerte. Pero ahora...
El mundo se ha convertido en un caos. Y piensa en su madre, en su infancia. Pero vuelve a presentársele la figura del brigadier Brizuela: un mañero vociferante de trapo sucio. Los mastines lo rodean, rabiosos. Y luego vuelve a tratar de recordar aquella infancia.

viernes, julio 04, 2008

Ciento setenta y cinco hombres (Primera parte)extracto de la obra "Sobre heroes y Tumbas" de Ernesto Sabato


Ciento setenta y cinco hombres, rotosos y desesperados, perseguidos por las lanzas de Oribe, huyendo hacia el norte por la quebrada, siempre hacia el norte. El alférez Celedonio Olmos cabalgaba pensando en su hermano Panchito muerto en Quebracho Herrado, y en su padre, el capitán Patricio Olmos, muerto en Quebracho Herrado. Y también, barbudo y miserable, rotoso y desesperado, cabalga hacia el norte el coronel Bonifacio Acevedo. Y otros ciento setenta y dos hom­bres indescifrables. Y una mujer. Noche y día huyendo hacia el norte, hacia la frontera.

"Mejor habría sido que me mataran en Quebracho Herrado" piensa el coronel Bonifacio Acevedo mientras huye hacia el norte, pero por otra razón, por razones que cree horribles (esa marcha desesperada, esa desesperanza, esa miseria, esa derrota total) pero que son infinitamente menos horri­bles que las que podrá tener doce años después, en el mo­mento de sentir el cuchillo sobre la garganta, frente a su casa.
Y una mujer. Pero el viejo no lo sabe, o no lo quiere saber. He ahí todo lo que queda de la orgullosa Legión, después de ochocientas leguas de retirada y de derrota, de dos años de desilusión y de muerte. Una columna de ciento setenta y cinco hombres miserables y taciturnos (y una mujer) que galopan hacia el norte, siempre hacia el norte. ¿No llegarán nunca? ¿Existe la tierra de Bolivia, más allá de la intermina­ble quebrada? El sol de octubre cae a plomo y pudre el cuer­po del general. El frío de la noche congela el pus y detiene el ejercito de gusanos. Y nuevamente el día, y los tiros de reta­guardia, la amenaza de los lanceros de Oribe.
El olor, el espantoso olor del general podrido.
La voz que canta en el silencio de la noche:
Palomita blanca,
vidalita
que cruzas el valle,
ve a decir a todos,
vidalita,
que ha muerto Lavalle.

Piensa Pedernera: veinticinco años de campañas, de comba­tes, de victorias y derrotas. Pero en aquel tiempo sí sabía­mos por lo que luchábamos. Luchábamos por la libertad del continente, por la Patria Grande. Pero ahora... Ha corrido tanta sangre por el suelo de América, hemos visto tantos atardeceres desesperados, hemos oído tantos alaridos de lucha entre hermanos... Ahí mismo viene Oribe, dispuesto a degollarnos, a lancearnos, a exterminarnos ¿no luchó conmi­go en el Ejército de los Andes? El bravo, el duro general Oribe. ¿Dónde está la verdad? ¡Qué hermosos eran aquellos tiempos! ¡Qué arrogante iba Lavalle con su uniforme de ma­yor de granaderos, cuando entramos en Lima! Todo era más claro, entonces, todo era lindo como el uniforme que llevába­mos

He peleado en ciento cinco combates por la libertad de este continente. He peleado en los campos de Chile al mando del general San Martín, y en Perú a las órdenes del general Bolívar. Luché luego contra las fuerzas imperiales en territo­rio brasilero. Y después, en estos dos años de infortunio, a lo largo y a lo ancho de nuestra pobre patria. Acaso he come­tido grandes errores, y el más grande de todos el fusilamien­to de Dorrego. Pero ¿quién es dueño de la verdad? Nada sé ya, fuera de que esta tierra cruel es mi tierra y que aquí tenía que combatir y morir. Mi cuerpo se está pudriendo sobre mi tordillo de pelea pero eso es todo lo que sé.

Soy el comandante Alejandro Danel, hijo del mayor Danel, del ejército napoleónico. Todavía lo recuerdo cuando volvía con el Gran Ejército en el jardín de las Tullerías o en los Campos Elíseos, a caballo. Lo veo todavía a Napoleón segui­do por su escolta de veteranos, con los legendarios sables corvos. Y después cuando al fin, cuando Francia ya no era más la tierra de la Libertad y yo soñaba con combatir por los pueblos oprimidos, me embarqué hacia estas tierras, junto con Brauix, Viel, Bardel, Brandsen y Rauch, que habían combatido al lado de Napoleón. ¡Dios mío, cuánto tiempo ha pasado, cuántos combates, cuántas victorias y derrotas, cuánta muerte y cuánta sangre! Aquella tarde de 1825 en que lo conocí y me pareció un águila imperial, al frente de su regimiento de coraceros. Y entonces marché con él a la gue­rra del Brasil, y cuando cayó en Yerbal lo recogí y con mis hombres lo llevé a través de ochenta leguas de ríos y montes, perseguido por el enemigo, como ahora... Y nunca más me separé de él... Y ahora, después de ochocientas leguas de tristeza, ahora marcho al lado de su cuerpo podrido, hacia la nada...


Sí, quedan treinta y cinco leguas. Tres días de marcha a galope tendido por la quebrada, con el cadáver hinchado y hediendo a varias cuadras a la redonda, destilando los horri­bles líquidos de la podredumbre. Siempre adelante, con unos tiradores a la retaguardia. Desde Jujuy hasta Huacalera, veinticuatro leguas. Nada más que treinta y cinco leguas más, dicen para animarse. Nada más que cuatro, acaso cin­co días más de galope, si tienen suerte.
En la noche silenciosa se pueden oír los cascos de la caballada fantasma. Siempre hacia el norte.

El coronel Pedernera ordena hacer alto y habla con sus com­pañeros: el cuerpo se está deshaciendo, el olor es espantoso. Se lo descarnará y se conservarán los huesos. Y también el corazón, dice alguien. Pero sobre todo la cabeza: nunca Ori­be tendrá la cabeza, nunca podrá deshonrar al general.
¿Quién quiere hacerlo? ¿Quién puede hacerlo?
El coronel Alejandro Danel lo hará.
Entonces descienden el cuerpo del general, que hiede. Lo colocan al lado del arroyo Huacalera, mientras el coronel Danel se arrodilla a su lado y saca el cuchillo de monte. A través de sus lágrimas contempla el cuerpo desnudo y defor­me de su jefe. También lo miran duros y pensativos, también a través de sus lágrimas, los rotosos hombres que forman un círculo.
Luego, lentamente, hinca el cuchillo en la carne podrida.



Continuara......

domingo, junio 08, 2008

SPLENDOR SOLIS


SPLENDOR SOLIS

Basado en
“Génesis de la retorta” S. Trimosin


En la puerta de la muerte
Se encuentra
Un dragón verde
Que su sangre verte.
De todas las cosas es el alma
Su espíritu se siente.
Saturno de plomo
Va en un carro
 Dragones lo tiran
 Símbolos de Capricornio
En sus ruedas giran.






En abundancia, la multiplicación
Júpiter es iridiscencia
Rey del color
Rey del estaño
El del albor.
El va en un carro
Pavos reales lo tiran
Sagitario y Piscis
En sus ruedas giran.





Lo impuro del puro
Marte devana.
Su espada
Del hierro más duro
Descompone el espíritu
Para la reintegración,
Un ave tricéfala canta
 Y Marte en su carro,
Avanza.
Lobos lo tiran
Aries y Cáncer
 En sus ruedas giran.




Como un feroz hambriento
Devorando la materia
Un león verde y violento
A su vez es devorado
Por un dragón
De un solo bocado.
El Sol es de oro
Cada mañana
Sale en su carro
Caballos lo tiran
Dos símbolos de Leo
En sus ruedas giran.




Venus es la consumación
Aparece en el cielo
Y no se oculta
En ningún velo.
Bivalva y espumosa
En un altar seco
Venus es Diosa.
De cobre su bello carro
Por aves que lo tiran
Tauro y Libra
En sus ruedas giran.




El hijo que parirá,
En la aurora se anuncia.
Más grande que él mismo,
Mercurio albo y sin tacha
Lleva al hijo del sol
Que no tiene mancha.
Su carro de azogue
Gallos lo tiran
Virgo y Géminis
En sus ruedas giran.




La luna esta pariendo
El que anula los avatares
El inmaculado esta naciendo
De túnica púrpura
En los roquedales.
Los dragones
Ya no tienen más poder
Sobre la planetarias esferas.
La Luna de plata
Ahí va en su carro
Lo tiran Él y Ella
En su rueda como un serpentín
Escorpión gira sin fin.





Rafael Martel





Trilogia de la busqueda del mundo interior


Miguel Serrano

“En la espera de los hielos eternos”


Hablar de Miguel Serrano, es sinónimo de literatura chilena, pero inevitablemente su nombre evoca, además, su polémica figura.

Sus esporádicas declaraciones a favor del régimen nazi y la figura de Adolf Hitler, ciernen sobre él, una gran cantidad de detractores de su obra. La que ha sido traducida en muchas lenguas, incluyendo estas, el chino, el persa, el hindú, el farsi y el japonés.

Miguel Serrano Fernández (1917), nacido de una acomodada familia santiaguina, cuenta entre sus parientes cercanos a una santa y al mismísimo Vicente Huidobro. Sus primeros recuerdos, se remontan a sus años de colegio. En esos entonces, jugaba como arquero del Barros Arana, pero entre sus aficiones, también se contaba el gusto por la lectura.

De esos años de curiosidad escolar, datan sus primeros acercamientos a las filosofías y religiones orientales, a la alquimia y la mitología. Entre sus primeras lecturas, también figuran sus primeros acercamientos a la poesía, con Rilke, William Blake y Hölderlin. De estos temas y otros da testimonio, el ya octogenario escritor chileno en su autobiografía titulada “Memorias de EL y Yo”.

Diplomático de carrera, este chileno se intereso tempranamente por las letras y por el cuento como genero, estilo con el cual alcanzo su primer hito literario en 1938, al publicar la “Antología del Verdadero Cuento Chileno”. Publicación, que causo revuelo en la actividad literaria de la época y que desde su titulo, gatillaba al debate.

“Alone desde su programa radial y Salvador Reyes, de la revista Hoy, tuvieron encontradas opiniones al respecto. Y era lógico que fuese así; éramos un grupo de jóvenes audaces, con un estilo nuevo y con grandes ganas de imponer la imaginación y la parte onírica al realismo”.


El texto, que originalmente fue publicado con el aporte monetario de una abuela de Serrano, cuenta con la colaboración de connotadas figuras, que en la posteridad, alcanzarían renombre propio. Entre ellos se destacan Braulio Arenas, Eduardo Anguita, Teófilo Cid, Juan Emar, Carlos Droguett y el mismísimo Serrano, con su cuento, “Hasta que llegue la luz”. Jóvenes que circulaban por la bohemia literaria, con la cabeza llena de historias y el corazón repleto de sueños.

De esa misma época datan los encuentros en el restaurante “Miss Universo” de la calle San Diego y la interminables caminatas por la calle Lira, junto a su inseparable amigo Héctor Barreto, cuentista también antologado en la publicación del ¨38 y muerto en una trágica reyerta, entre nazis y socialistas, partido en que militaba Barreto y por el que murió en las calles de la capital.

Bastante al margen, de lo que después se conocería como la generación del ‘38, Serrano se vinculara con todos los intelectuales de la época, acercándose a sus círculos, pero también, no ligándose a ninguno de ellos. Entre amigos personales del autor, es posible nombrar también a Pablo Neruda, Gonzalo Rojas y Nehru e Indira Gandhi, con la que se le atribuye un ligero romance.

Posterior a una serie de colaboraciones en distintas publicaciones, entre las que destacan la revista “Atenea” y la revista “Occidente” en Chile y a la escritura de la “Trilogía de la búsqueda del mundo exterior”, libro clave escrito después de sus viajes al territorio Antártico, Serrano, continuara su carrera diplomática con siete años en la India, tres en Yugoslavia, desempeñándose en el mismo cargo, hasta la década del 70 en Austria.

De esos mismos años de peregrinaje por el mundo, Miguel Serrano, seguirá en su senda literaria. Inscrito en lo que será conocida como la generación del ‘38. Serrano, en sus andanzas literarias conseguirá, conocer a Herman Hesse, quien le obsequiaría el cuento “Las Metamorfosis de Piktor”. Logrando también, en una entrevista con el Doctor Carl Gustav Jung, que este prologue su libro titulado “Las Visitas de la Reina de Saba”. Entrevistas a la que se referirá, en más extenso en “El circulo hermético”.

Dividiendo la obra de Serrano, en lo que el mismo señala, como “literatura no combativa y combativa”, habría que traer a colación, libros tan controvertidos como “MANU” y “La reencarnación del Héroe; el ultimo avatara”, textos que sin lugar a dudas, escapan a toda lógica, pero que responden a una simbología arcana, que a través de intrincados caminos y en definitiva, Serrano trata de traspolar, en la realidad de nuestro territorio.

Temas como el amor mágico, tratado en el “El-Ella”; la serpiente que muerde su cola en eterno girar del Ouroborus, su relación con el Kundalini y la correspondencia con la Cordillera de los Andes; la serpiente del paraíso y el árbol del conocimiento y una serie de relaciones surrealistas, pueblan la delirante literatura de este chileno, que en un inteligente uso de el cuento, evoca e interpreta la mitología de diversas culturas.

Hoy por hoy, Serrano guarda silencio, en su atalaya de Valparaíso, se dice veterano y perdedor de la gran guerra. Sus mundos, se siguen yuxtaponiendo y se impregnan unos a otros. Y él, se alza como un viejo estandarte, de una época que ya parece desaparecer, una época en que los escritores no le temían a la polémica y que muchos de ellos, no hacían más que de ella un ejercicio intelectual sin temor.

Rafael Martel.-

Para Niños del alma



La Reina de los Peces

Gerard de Nerval
“La Hijas del Fuego”


Éranse en la Provincia de Valois, en medio de los bosques de Villers-Cottere, un niño y una niña que de vez en cuando se encontraban a las orillas de un riachuelo de la región, el uno obligado por un leñador llamado Tord Chene (retuercerobles), que era tío suyo, a recoger leña muerta, la otra enviada por sus padres para recoger unas anguilillas que el descenso de las aguas permite atisbar entre el limo en ciertas estaciones. Aun debía, a falta de otras cosas, alcanzar entre las piedras los cangrejos de río, muy numerosos en algunos sitios.
Pero la pobrecita, siempre encorvada y con los pies en el agua, era tan compasiva para con los sufrimientos de los animales que, al ver las contorsiones de los peces que sacaba del río, las mas veces los volvía a echar en él, y apenas solía traer cangrejos, que ha menudo le pellizcaban los dedos hasta hacerle sangrar, y para con los cuales se volvía entonces menos indulgente.
El niño por su parte, al hacer las gavillas de leña y manojos de brezo, a menudo se veía expuesto a los reproches de Tord Chene, ora porque no había traído bastante, ora porque se había entretenido demasiado en charlar con la pastorcilla.
Había cierto día de la semana en la que aquellos dos niños no se encontraban nunca... ¿Cuál era ese día? Seguramente el mismo día que el hada Melusina se convertía en pez y las princesas del Edda en Cisnes.
Al día siguiente de uno de ellos, el pequeño leñador dijo a la pescadora: “Te acuerdas de que ayer te vi pasar por allí, por las aguas del Challepont, con todos los peces haciéndote cortejo... hasta las carpas y los lucios; y tú eras también un pez rojo, muy bonito, con los costados todos relucientes de escamas de oro?
Si me acuerdo, dijo la niña, porque yo te vi a ti, que estabas en la orilla del agua, y parecías una encina muy bonita, que tenia las ramas de arriba de oro... y todos los arboles del bosque se inclinaban hasta el suelo saludándote.
Es verdad, dijo el niño, yo he soñado eso.
Yo también he soñado lo mismo que has dicho tú; pero ¿cómo nos hemos encontrado los dos en el sueño?...
En aquel momento quedo interrumpida la conversación por la aparición de Tord Chene, que golpeo al niño con un grueso garrote, reprochándole que aun no hubiese atado ninguna gavilla.
Y además, ¿no te he recomendado que tronches las ramas que cedan fácilmente y las añadas a las gavillas?
Es que, dijo el niño, el guarda me metería en la cárcel si encontrase madera viva entre mis gavillas... Y además, cuando he querido hacerlo, como me había dicho usted, oía quejarse al árbol.
Igual que yo, dijo la niña, cuando llevo peces en la cesta, los oigo cantar tristemente que los vuelvo a echar al agua... ¡Y entonces me pegan en casa!
¡Cállate, picaruela! Dijo Tord Chene, que parecía animado por la bebida, estas distrayendo a mi sobrino de su trabajo. Te conozco muy bien, con esos dientes puntiagudos de color perla... Eres la Reina de los peces. ¡ Pero ya sabré yo cogerte en cierto día de la semana, y perecerás en el mimbre... en el mimbre!
Las amenazas que había hecho Tord Chene en su embriaguez no tardaron en cumplirse. La niña se hallo atrapada en la forma de pez rojo que el destino le obligaba a tomar ciertos días. Por ventura, cuando Tord Chene quiso, haciéndose ayudar por su sobrino, sacar del agua la hasa de mimbre este reconoció el hermoso pez rojo de escamas de oro que había visto en sueños, como transformación adicional de la pastorcilla.
Se atrevió a defenderla contra Tord Chene, he incluso le golpeo con un zueco. Éste, furioso, le agarro del pelo intentando derribarlo; pero se extraño de encontrar una resistencia muy grande: es que el niño estaba agarrado a la tierra por los pies con tanta fuerza que su tío no podía lograr arrancarlo ni derribarlo, y le hacia girar en vano en todos los sentidos.
En el momento en que iba a resultar vencida la resistencia del niño, los árboles del bosque se estremecieron con un ruido sordo, las ramas agitadas hicieron silbar a los vientos y la tempestad hizo retroceder a Tord Chene, que se retiro a su cabaña de leñador.
Pronto salió de ella, amenazante, terrible y transfigurado como un hijo de Odin; en su mano brillaba un hacha escandinava que amenazaba los árboles, igual al martillo de Thor que hiende las rocas.
El joven rey de los bosques, víctima de Tord Chene – su tío usurpador – , sabia ya cual era su rango, que le querían ocultar. Los árboles le protegían, pero solo por su masa y resistencia pasiva...
En vano se entrelazaban por todos lados malezas y retoños para detener los pasos de Tord Chene, este ha llamado a sus leñadores y va trazándose camino a través de aquéllos obstáculos. Han caído ya bajo las hachas y destrales varios árboles que antaño, en tiempos de viejos druidas, fueron sagrados.
Por ventura la Reina de los peces no había perdido su tiempo. Había ido a arrojarse a los pies del Marne, del Oise y del Aisne, los tres grandes ríos vecinos, representándoles que si no detenían los proyectos de Tord Chene, con sus terribles leñadores, los bosques demasiados despejados ya no detendrían los vapores que producen las lluvias y que abastecen de agua a lo arroyos, ríos y albuferas; que los propios manantiales se agostarían y ya no harían manar el agua necesaria para alimentar a los ríos, sin contar con que se verían destruidos todos los peces, así como los animales silvestres y pájaros.
Los tres grandes ríos se avinieron de tal modo sobre aquello que en el suelo en el que Tord Chene con sus compañeros, trabajaban en la destrucción de los árboles – sin haber podido alcanzar aún, con todo, al joven príncipe de los bosques – fue enteramente anegado por una inmensa inundación, que no se retiro sino tras la destrucción completa de los agresores.
Fue entonces cuando el Rey de los bosques y la Reina de los Peces pudieron reemprender sus inocentes conversaciones.
Ya no eran un leñadorcito y una pescadorcilla, sino un silfo y una ondina que, más tarde, fueron legítimamente unidos.

Mi Querido Erasmo


Elogio de la Locura (Extracto)
Erasmo de Rotterdam
(Declamación)Habla la Locura...


XXX.- ¿Debo decir, o debo silenciar lo que resta, dioses mortales? Más ¿Porqué silenciarlo, cuando es más verdadero que la verdad? Acercaos, pues, un momento, hijas de Júpiter, y os mostrare que nadie puede sostener la egregia sabiduría y la felicidad si no la guía la locura.
En Primer lugar hay que confesar que todas las pasiones humanas pertenecen a la locura. Lo que distingue al loco del sabio, es que aquel esta guiado por las pasiones y este por la razón. De ahí que todos los estoicos alejen del sabio todas las perturbaciones, consideradas como enfermedades, aunque en realidad las pasiones no sólo son el piloto encargado de llevar a puerto de la sabiduría, sino que también suelen ser en función de cualquier virtud algo así como la espuela que induce a obrar bien. Sin duda Séneca, doblemente estoico, protestara contra esto, pues prohíbe al sabio toda clase de pasión. Pero al que hiciera esto no le quedaría nada de ser humano, sino que se convertiría en un demiurgo, un nuevo dios que nunca existió y que nunca existirá, o, para decirlo mas claro, en una estatua de mármol con figura de hombre, privada de inteligencia y de todo sentimiento humano. ¿Quién no huiría aterrorizado, como de un monstruo o espectro, de un hombre como ese, que fuera sordo a los sentimientos naturales, que no sintiera alguna emoción, y el amor y la misericordia no le conmoverían, de un hombre a quien nada se le escapa y que en nada yerra, porque como Linceo todo lo descubre, de un hombre que nada ignora, que solo de si mismo esta contento... ¿Quién no preferiría tomar al azar, en la masa de los locos mas calificados, uno cualquiera que siendo loco pueda mandar u obedecer a los locos, que guste a sus semejantes, afectuoso y alegre con sus amigos, amable anfitrión, y finalmente al que nada humano le sea extraño? Pero ese desdichado sabio desdichado ya me produce lástima.

Isidore Ducasse





El Conde de Lautrémont




Rubén Darío
“Los Raros”

Su verdadero nombre se ignora. El Conde de Lautrémont es su pseudónimo. Él se dice montevideano; pero ¿quién sabe nada de la verdad de esa vida sombría, pesadilla de algún triste ángel a quien martiriza en el empíreo el recuerdo del celeste Lucifer? Vivió desventurado y murió loco. Escribió un libro que sería único si no existiesen las prosas de Rimbaud; un libro diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso; un libro en que se oyen a un mismo tiempo los gemidos del dolor y los sinistros cascabeles de la locura.
León Bloy fue el verdadero descubridor del Conde de Lautrémont. El furioso San Juan de Dios hizo ver como llenas de luz las llagas del alma del Job blasfemo. Mas hoy mismo, en Francia y Bélgica, fuera de un reducidísimo grupo de iniciados, nadie conoce ese poema que se llama Cantos de Maldoror, en el cual esta vaciada la pavorosa angustia del infeliz y sublime montevideano, cuya obra me toco hacer conocer a América en Montevideo. No aconsejare yo a la juventud que se abreve en estas negras aguas, por más que en ellas se refleje la maravilla de las constelaciones. No sería prudente a los espíritus jóvenes conversar mucho con ese hombre espectral, siquiera fuese por bizarría literaria, o gusto de un manjar nuevo. Hay un juicioso consejo de la Cábala: “No hay que juzgar al espectro, porque se llega a serlo”. Y si existe un autor peligroso a este respecto, es Conde de Lautréamont. ¿Qué infernal cancerbero rabioso mordió a esa alma, allá en la región del misterio, antes que viniese a encarnarse a este mundo? Los clamores del Teófobo ponen espanto en quien los escucha. Si yo llevase a mi musa cerca del lugar en donde el loco esta enjaulado vociferando al viento, le taparía los oídos.
Como a Job le quebraron los sueños y le turban las visiones. Como Job, puede exclamar: “Mi alma es cortada en mi vida; yo soltaré mi queja sobre mí y hablaré con amargura de mi alma”. Pero Job significa “el que llora”; Job lloraba y el pobre Lautrémont no llora. Su libro es un breviario satánico, impregnado de melancolía y tristeza. “el espíritu maligno –dice Quevedo en su Introducción a la vida devota- se deleita en la tristeza y melancolía por cuanto es triste y melancólico, y lo será eternamente”. Más aún: quién ha escrito los Cantos de Maldoror puede muy bien haber sido poseso. Recordaremos que ciertos casos de locura que hoy la ciencia clasifica con nombres técnicos en el catálogo de las enfermedades nerviosas, eran y son vistos por la Santa Madre Iglesia como casos de posesión para los cuales se hace preciso el exorcismo. “¡Alma en ruinas!”. Exclamaría Bloy con palabras húmedas de compasión.
Job: “El hombre nacido de mujer, corto de días y harto de desabrimiento…”
Lautrémont: “Soy hijo del hombre y de la mujer, según lo que se me ha dicho. Eso me extraña. ¡Creía ser más!”
Con quien tiene puntos de contacto es con Edgar A. Poe.
Ambos tuvieron la visión de lo extranatural, ambos fueron perseguidos por los terribles espíritus enemigos, “horlas” funestas arrastran al alcohol, a la locura, o a la muerte; ambos experimentaron la atracción de las matemáticas, que son, con la teología y la poesía, los tres lados por donde puede ascenderse a lo infinito. Más, Poe fue celeste, y Lautrémont Infernal.
Escuchad estos amargos fragmentos:
“Soñé que había entrado en el cuerpo de un puerco, que no me era fácil salir, y que enlodaba mis cerdas en los pantanos más fangosos. ¿Era ello como una recompensa? Objeto de mis deseos: ¡no pertenecería más a la humanidad! Así interpretaba yo, experimentando una profunda alegría. Sin embargo, rebuscaba activamente qué acto de virtud había realizado, para merecer de parte de la Providencia este insigne favor…
“Mas, ¿quién conoce sus necesidades íntimas, o la causa de sus goces pestilenciales? La metamorfosis no pereció jamás a mis ojos, sino como el alta y magnifica repercusión de una felicidad perfecta que esperaba desde hace largo tiempo. ¡Por fin había llegado el día en que yo me convirtiese en un puerco! Ensayaba mis dientes sobre la corteza de los árboles; mi hocico, lo contemplaba con delicia. “No quedaba en mi la menor partícula de divinidad”: supe elevar mi alma hasta la excesiva altura de esta voluptuosidad inefable.”
León Bloy, que en asuntos teológicos tiene la ciencia de un doctor, explica y excusa en parte la tendencia blasfematoria del lúgubre alienado, suponiendo que no fué sino un blasfemo por amor. “Después de todo, este odio rabioso para el Creador, para el Eterno, para el todopoderoso, tal como se expresa, es demasiado vago en su objeto, puesto que no toca nunca los símbolos”, dice.
Oíd la voz macabra del raro visionario. Se refiere a los perros nocturnos, en este pequeño poema en prosa que hace daño a los nervios. Los perros aúllan: “sea como un niño que grita de hambre, sea como un gato herido en el vientre, bajo un techo, sea como una mujer que pare; sea como un moribundo atacado por la peste, en el hospital; sea como una joven que canta con un aire sublime –contra las estrellas al Norte, contra las estrellas al Este, contra las estrellas al Sur, contra las estrellas al Oeste; contra la luna; contra las montañas; semejantes, a lo lejos, a rocas gigantes, yacentes en la obscuridad-; contra el aire frío que ellos aspiran a plenos pulmones, que vuelve lo interior de sus narices rojo y quemante; contra el silencio de la noche; contra las lechuzas, cuyo vuelo oblicuo les roza los labios y las narices, y que llevan un ratón o una rana en el pico, alimento vivo, dulce para la cría; contra las liebres que desaparecen en un parpadear; contra el ladrón que huye, al galope de su caballo, después de haber cometido un crimen; contra las serpientes agitadoras de las hierbas, que les ponen temblor en sus pellejos y les hacen chocar los dientes –contra sus propios ladridos, que a ellos mismos da miedo; contra los sapos, a los que revientan de un solo apretón de sus mandíbulas (¿para qué se alejaron del charco?); contra los árboles, cuyas hojas muellemente mecidas son otros tantos misterios que no comprenden, y que quieren descubrir con sus ojos fijos inteligentes-; contra las arañas suspendidas entre las largas patas, que suben a los árboles para salvarse; contra los cuervos que no han encontrado qué comer durante el día que vuelven al nido, el ala fatigada; contra las rocas de la ribera; contra los fuegos que fingen mástiles de navíos invisibles; contra el ruido sordo de las olas; contra los grandes peces que nadan mostrando su negro lomo y se hunden en el abismo-, y contra el hombre que les esclaviza…”
“Un día, con ojos vidriosos, me dijo mi madre:
“-Cuando estés en tu lecho, y oigas los aullidos de los perros en la campiña, ocúltate en tus sabanas, no rías de los que ellos hacen, ellos tienen una sed insaciable de lo infinito, como yo, como el resto de los humanos, a la figure pâle et loingue…” “Yo-sigue él-, como los perros sufro por necesidad de lo infinito. ¡No puedo, no puedo llenar esa necesidad!” es ello insensato, delirante; “mas hay algo en el fondo que a los reflexivos hace temblar”.
Se trata de un loco, ciertamente. Pero recordad que el deus enloquecía a las pitonisas, y que la fiebre divina de los profetas producía cosas semejantes: y que el autor “vivió” eso, y que no se trata de una “obra literaria”, sino el grito, del aullido de un ser sublime martirizado por Satanás.
Él como se burla de la belleza –como de Psiquis, por odio a Dios -, lo veréis en las siguientes comparaciones, tomadas de otros pequeños poemas:
“…El gran duque de Virginia, era bello, bello como la memoria sobre la curva que describe un perro que corre tras su amo…” “El vautour des agneaux, bello como la ley de la detención del desarrollo del pecho en los adultos cuya propensión de crecimiento no está en relación con la cantidad de moléculas que su organismo asimila…” El escarabajo, “bello como el temblor de las manos en el alcoholismo…”
El adolescente, “bellos como la retractibilidad de las garras el ave de rapiña”, o aún “como la poca seguridad de los movimientos musculares en las llagas de las partes blandas de la región cervical posterior”, o, todavía, “como esa trampa perpetua para ratones, toujours retendu par l’animal pris, qui peut prende seul des rongeurs indéfiniment, et fonctionner même caché sous la paille”,y, sobre todo, bello “como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección, de una maquina de coser y un paraguas…”
En verdad, ¡oh espíritus serenos y felices!, que eso es de un “humor” hiriente y abominable.
¡Y el final del primer canto! Es una agradable cumplimiento para el lector el que Baudelaire le dedica en las Flores del Mal, al lado de esta despedida: Adieu, vieillard, et pense à moi, si tu m’as lu. Toi, jeune homme, ne te désespére point; car tu as un ami dans le vampiro, malgré ton opinión contraire. En comptant l’acarus sarcopte qui produit la gale, tu auras deux amis.
Él no pensó jamás en la gloria literaria. No escribió sino para sí mismo. Nació con la suprema llama genial, y esa misma le consumió.
El Bajísimo le poseyó, penetrando en un ser por la tristeza. Se dejó caer. Aborreció al hombre y detesto a Dios. En las seis partes de su obra sembró una flora enferma, leprosa, envenenada. Sus animales son aquéllos que hacen pensar en las creaciones del Diablo: el sapo, el búho, la víbora, la araña. La desesperación es el vino que le embriaga. La Prostitución, es para el él, el misterioso símbolo apocalíptico, entrevisto por excepcionales espíritus en su verdadera trascendencia: “Yo he hecho un pacto con la prostitución, a fin de sembrar el desorden en las familias… ¡Ay…! ¡Ay…! grita la bella mujer desnuda: los hombres algún día serán justos. No digo más. Déjame partir, para ir a ocultar en el fondo del mar mi tristeza infinita. No hay sino tú y los monstruos odiosos que bullen en esos negros abismos, que no me desprecien”.
Y Bloy “El signo incontestable del gran poeta es la “inconsciencia” profética, la tirbadora facultad de proferir sobre los hombres y el tiempo, palabras inauditas y misteriosas cuyo contenido ignora él mismo. Esa es la misteriosa estampilla del Espíritu Santo sobre las frentes sagradas o profanas. Por ridículo que pueda ser, hoy, descubrir a un gran poeta y descubrirle en una casa de locos, debe declarar en conciencia, que estoy cierto de haber realizado el hallazgo.
El poema de Lautrémont se publico hace diez años en Bélgica. De la vida de su autor nada se sabe. Los “modernos” grandes artistas de la lengua francesa, se habla del libro como un devocionario simbólico, raro, inencontrable.