Montaña y Arbol

Poesía, Cuentos, Arte y Literatura

sábado, septiembre 19, 2015

El Rapto de Prosérpina - Publio Ovidio Nason – Metamorfosis




El Rapto de Prosérpina


Hasta aquí al son de la cítara había movido su habladora boca:
se nos demanda a las Aónides... Pero quizás ocios no tengas,
ni para prestar a nuestros cantos oídos estés desocupada.”
“No lo duda, y vuestra canción a mí refiere por su orden”,
Palas dice, y del bosque se sienta en la leve sombra.
La Musa relata: “Dimos la suma del certamen a una sola;
se levanta y, con hiedra recogidos sus sueltos cabellos,
Calíope antes templa, quejumbrosas, con el pulgar las cuerdas
y estas canciones somete a los percutidos nervios:
“La primera Ceres el terrón dividió con el corvo arado,
la primera dio granos y alimentos suaves a las tierras,
la primera dio sus leyes; de Ceres son todas las cosas regalo,
a ella de cantar yo he; ojalá tan sólo decir pudiera
canciones dignas de la diosa. Ciertamente la diosa de canción digna es.
Vasta, sobre unos miembros de Gigantes echada fue una isla,
la Trinácride, y, sometido a sus grandes moles, empuja
a quien osó las etéreas sedes esperar, a Tifeo.
Se afana él ciertamente, y pugna por volver a levantarse muchas veces,
pero su diestra mano está sujeta al ausonio Peloro,
la izquierda, Paquino, a ti, y del Lilibeo sus piernas son presa,
su cabeza hunde el Etna, bajo el cual, de espaldas, arenas
escupe, y llama, feroz, vomita de su boca Tifeo.
Muchas veces por rechazar lucha los pesos de la tierra
y las ciudades y los grandes montes rodar de su cuerpo:
entonces tiembla la tierra y el rey teme mismo de los silentes
que se abra el suelo y que por una ancha hendidura se destape,
y que entrometido el día, a las temblorosas sombras aterre.
Este desastre temiendo, de su tenebrosa sede el tirano
había salido, y en su carro de negros caballos llevado
rodeaba cauto de la sícula tierra los cimientos.
Después que explorado bastante hubo que lugar ninguno vacilaba,
y dejado su miedo, lo ve a él la Ericina en su vagar,
en el monte suyo sentada, y a su nacido abrazando volador:
“Armas y manos mías, mi nacido, mi poder”, dijo,
“ésos con los que superas a todos, coge tus dardos, Cupido,
y al pecho del dios rápidas tensa tus saetas
al que cedió la fortuna lo postrero del triple reino.
Tú a los altísimos y al mismo Júpiter domas, tú a los númenes del ponto,
por ti vencidos, y al mismo que rige los númenes del ponto.
¿Los Tártaros a qué esperan? ¿Por qué no el de tu madre y tu imperio
extiendes? Se trata de la parte tercera del mundo,
y, aun así, en el cielo –cuál ya el sufrimiento nuestro es–
se nos desprecia y conmigo las fuerzas se disminuyen del Amor.
¿A Palas no ves y a la lanceadora Diana
apartarse de mí? De Ceres también la hija, virgen,
si lo toleramos, será, pues las esperanzas persigue mismas.
Mas tú, por nuestro socio reino, si alguna estima es ésta,
une a esa diosa con su tío”, dijo Venus; él su aljaba
desata y según el arbitrio su madre de mil saetas
una separó, pero que la cual, ni más aguda ninguna,
ni menos fallida es, ni que más oiga al arco,
y oponiéndole la rodilla curvó el flexible cuerno
y hasta el corazón con su arponada caña atravesó a Dis.
“No lejos de las heneas murallas un lago hay, de alta
–por nombre Pergo– agua: no que él más numerosas el Caístro
las canciones de los cisnes en el deslizarse escucha de sus olas.
Una espesura corona sus aguas ciñéndole todo costado y con sus
frondas, como por un velo, de Febo rechaza las heridas;
fríos dan sus ramas, flores de Tiro su humus húmedo:
perpetua primavera es. En la cual floresta, mientras Prosérpina
juega y violas o cándidos lirios corta,
y mientras con afán de niña canastos y su seno
llena y a sus iguales lucha por superar recogiendo,
casi a la vez que vista fue, amada y raptada por Dis,
hasta tal punto fue presuroso el amor. La diosa, aterrada, con afligida
boca a su madre y a sus acompañantes, pero a su madre más veces,
clama, y como desde su superior orilla el vestido había desgarrado,
las colectadas flores de su túnica aflojada cayeron,
y –tanta simplicidad a sus pueriles años acompañaba–
esta pérdida también movió su virginal dolor.
Su raptor lleva los carros y por su nombre a cada uno llamando
exhorta a sus caballos, de los cuales, por su cuello y crines
sacude de oscura herrumbre teñidas las riendas,
y por los lagos altos, y por los pantanos que huelen a azufre
vase de los Palicos, hirvientes en la rota tierra,
y por donde los baquíadas, la raza nacida en Corinto, la de dos mares,
entre desiguales puertos pusieron sus murallas.
Hay, intermedio de Cíane y de Aretusa de Pisa,
que une entre sus estrechos cuernos el incluido en él, un mar:
aquí estuvo, de cuyo nombre también el pantano se denomina,
entre las sicélidas ninfas celebradísima, Cíane;
la cual, de su abismo en medio hasta la mitad se alzó del vientre,
y reconoció a la diosa, y: “No iréis más lejos”, dice;
“no puedes de la involuntaria Ceres yerno ser: pedida,
no raptada debió ser, y si comparar con las grandes
las pequeñas cosas para mí lícito es, también a mí me eligió Anapis;
implorada, aun así, y no como ésta, aterrada, me puse yo el velo.”
Dijo, y hacia partes opuestas sus brazos tendiendo,
se les opone. No más allá contuvo el Saturnio su ira,
y a sus terribles caballos incitando en lo profundo del abismo,
blandido con su vigoroso brazo el cetro real
ocultó; la herida tierra camino hacia los Tártaros hizo
y los inclinados carros en mitad de la cratera recibió.





“Mas Cíane, por la raptada diosa y las despreciadas leyes
del manantial suyo afligida, una inconsolable herida
en su mente callada lleva y en lágrimas se consume toda
y de las que había sido su gran numen poco antes, en esas
aguas se extenúa: ablandarse sus miembros hubieras visto,
sus huesos poder doblarse, sus uñas deponer su rigidez;
y lo primero de ella toda, cuanto era tenue, se licuece:
sus azules cabellos y sus dedos y sus piernas y pies,
pues breve el tránsito es hacia las heladas ondas
de los reducidos miembros; después de esto los hombros y piel y costado
y los pechos se vuelven, desvanecidos, en tenues riachos;
finalmente en vez de viva sangre por sus viciadas venas
linfa pasa, y resta nada que aprehender puedas.







Mientras tanto asustada en vano su madre a su hija
por todas las tierras, todo busca el profundo:
a ella la Aurora al llegar, con sus húmedos cabellos,
descansando no la vio, no el Héspero; ella para sus dos
manos unos llameantes pinos ha encendido del Etna,
y por las escarchadas tinieblas los lleva incesante;
de nuevo, cuando el nutricio día había embotado las estrellas, a su nacida
desde el ocaso del sol buscaba hasta sus nacimientos.
Agotada de su labor sed había concebido, y su boca ningunos
manantiales habían lavado, cuando cubierta de paja vio
por azar una cabaña y sus pequeñas puertas pulsó; mas entonces
sale una anciana y a la divina ve, y a quien linfa pedía,
algo dulce le dio que había cubierto antes con tostada polenta.
Mientras bebe ella lo dado, un chico de boca dura y atrevido
se detuvo ante la diosa y se rió y ávida la llamó.
Se ofendió ella, y con la todavía no bebida parte, al que hablaba,
con la polenta mezclada con su líquido regó la divina.
Absorbió su cara las manchas y los brazos que ahora poco llevara
los lleva de piernas, una cola se añadió a sus mutados miembros
y en una breve forma, para que no sea su capacidad grande de dañar,
se contrae, y que una pequeña lagartija menor su medida es.
De la asombrada y llorosa y a tocar aquellos prodigios dispuesta
anciana huye, y del escondite gusta, y adecuado a su color
el nombre tiene, constelado su cuerpo de variegadas gotas.
A través de qué tierras la diosa, y qué ondas errara,
de decir larga la demora es: en su búsqueda le faltó orbe.
A Sicania vuelve, y mientras todo lustra en su caminar
llegó también hasta Cíane. Ella, de no mutada haber sido,
todo se lo habría narrado, pero boca y lengua al querer
decir no ayudaban, ni con que hablara tenía.
Señales, aun así, manifiestas dio, y, conocido para su madre,
en ese lugar en que por azar se le había desprendido, en el abismo sagrado,
de Perséfone el ceñidor encima mostró de las ondas.
El cual una vez reconoció, como si entonces al fin raptada
la hubiera sabido, sus no ornados cabellos se desgarró la divina,
y una y otra vez golpeó con sus palmas sus pechos.
No sabe todavía dónde está; a las tierras, aun así, increpa todas
e ingratas las llama y no del regalo de sus frutos dignas,
a Trinacria ante las otras, en la que las huellas de su pérdida
ha hallado. Así pues allí con salvaje mano los arados que vuelven
los terrones quebró, y a una semejante muerte, llena de ira,
a los colonos y a los agrícolas bueyes entregó, y a los campos ordenó
que defraudaran su depósito y fallidas las simientes hizo.
La fertilidad de esta tierra, divulgada por el ancho orbe,
falsa yace: mueren los sembrados en sus primeras hierbas
y ya el sol excesivo, excesiva ya la lluvia los arrebata,
y las estrellas y vientos las dañan y ávidas aves
las simientes arrasadas recogen; la cizaña y los tríbulos fatigan
las cosechas de trigo, y la inexpugnable grama.
Entonces su cabeza la Alfeia sacó de las eleas ondas
y su rorante pelo de su frente apartó a sus orejas,
y dice: “Oh de la virgen buscada por todo el orbe
y de los granos genetriz, tus inmensos trabajos detén,
y no tengas ira, violenta, contra una tierra a ti fiel.
La tierra nada ha merecido y se abrió involuntaria a esa rapiña.
Y no soy por mi patria suplicante: aquí como huéspeda he venido.
Pisa mi patria es y de la Élide traemos los orígenes,
la Sicania como extranjera honro, pero más grata que cualquier
suelo esta para mí tierra es: estos penates ahora, Aretusa,
esta sede tengo; la cual tú, suavísima, salva.
Mudado de lugar por qué me he, y por las ondas de tanta superficie
sea transportada a Ortigia, llegará para esas narraciones mías
una hora tempestiva, cuando tú de tu inquietud aliviado te hayas
y semblante mejor tengas. A mí la transitable tierra
me ofrece camino, y por debajo de profundas cavernas arrastrada,
aquí la cabeza saco y unas desacostumbradas estrellas diviso.
Así es que, mientras por el estigio abismo bajo las tierras me deslizo,
vista fue con los ojos nuestros allí tu Prosérpina:
ella ciertamente triste, y no todavía sin terror su rostro,
pero reina, aun así, pero la más grande del opaco mundo,
pero aun así la poderosa matrona del tirano infernal.”
La madre a las oídas voces quedó suspendida y cual de piedra
y como atónita largo tiempo pareció, y, cuando por el dolor
grave su grave ausencia sacudida fue, con sus carros sale
hacia las auras etéreas. Allí, nublado todo su rostro,
ante Júpiter con los cabellos sueltos se detuvo enojada,
y: “Por mi sangre he venido suplicante a ti, Júpiter”, dice,
“y por la tuya: si ninguna es la estima de una madre,
su nacida a un padre mueva, y no sea tu inquietud, suplicamos,
más vil por ella porque de nuestro parto fue dada a luz.
He aquí que buscada largo tiempo al fin yo a mi nacida he encontrado,
si encontrar llamas a perder más ciertamente, o si
a saber dónde está encontrar llamas. Que raptada fue, lo llevaremos,
en tanto la devuelva a ella, puesto que no de un saqueador marido
la hija digna tuya es, si ya mi hija no es.”
Júpiter tomó la palabra: “Común es prenda y carga
esta hija para mí contigo; pero si sólo sus nombres verdaderos
a las cosas de dar gustamos, no este hecho una injuria,
pero es amor; y no será para nosotros el yerno ese una vergüenza,
si tú sólo, divina, quisieras. Aunque faltara lo demás, cuánto es
ser de Júpiter el hermano. Qué decir de que no lo demás falta
y no cede sino en su suerte a mí. Pero si tan grande tu deseo
de su separación es, volverá a subir Prosérpina al cielo,
con una ley, aun así, cierta: si ningunos alimentos ha tocado allí
con su boca, pues así de las Parcas en el pacto precavido se ha.”
Había dicho, mas para Ceres lo cierto es sacar a su nacida.
No así los hados lo permiten, porque de sus ayunos la virgen
se había liberado y mientras ingenua vaga entre los cultivados huertos,
carmesí una fruta arrancó de un árbol curvado de ellos,
y cogiendo siete granos de su pálida corteza
los apretó en su boca; y solo de todos aquello
Ascálafo vio, a quien un día se dice que Orfne,
540entre las Avernales ninfas no la más desconocida,
del Aqueronte suyo parió en sus espesuras negras;
lo vio y, con su delación, del regreso, cruel, la privó.
Gimió hondo la reina del Erebo, y al testigo una profana
ave hizo, y asperjada su cabeza con linfa del Flegetonte
en pico y plumas y grandes ojos la convirtió.
Él, de sí privado, de fulvas alas se viste
y en cabeza crece y se encorva a largas uñas,
y apenas mueve esas plumas nacidas por sus inertes brazos
y un feo pájaro se vuelve, nuncio del venidero luto,
el indolente búho, siniestro presagio para los mortales.
“Éste, aun así, por su delación un castigo, y por su lengua, parecer
que mereció puede: a vosotras, Aqueloides, ¿de dónde que
pluma y pies de aves, cuando de virgen cara lleváis?
¿Acaso porque cuando recogía Prosérpina primaverales flores,
de sus acompañantes en el número, doctas Sirenas, estabais?
A la cual, después que en vano la buscasteis en todo el orbe,
a continuación, para que sintieran las superficies vuestra inquietud,
poder sobre los oleajes con los remos de vuestras alas sentaros
deseasteis, y propicios dioses tuvisteis, y las extremidades
visteis vuestras dorarse con súbitas plumas.
Aun así, para que aquel cantar, para serenar oídos nacido,
y tan grande dote de vuestra boca no perdiera del todo su uso de la lengua,
los virgíneos rostros y la voz humana permaneció.
Mas, en medio del hermano suyo y de su afligida hermana,
Júpiter por igual divide el rodar del año:
ahora la diosa, numen común de los dos reinos,
con su madre está los mismos, los mismos meses con su esposo;
se torna al instante la faz, tanto de su mente como de su cara,
pues la que hace poco podía a un Dis incluso afligida parecer,
alegre de la diosa la frente es, como un sol que cubierto de acuosas
nubes antes estuvo, de esas vencidas nubes sale.



Aretusa

Demanda la nutricia Ceres, tranquila por su nacida recuperada,
cuál la causa de tu huida, por qué seas, Aretusa, un sagrado manantial.
Callaron las ondas, de cuyo alto manantial la diosa levantó
su cabeza y sus verdes cabellos con la mano secando
del caudal Eleo narró los viejos amores.
“Parte yo de las ninfas que hay en la Acaide”, dijo,
“una fui: y no que yo con más celo otra los sotos
repasaba ni ponía con más celo otra las mallas.
Pero aunque de mi hermosura nunca yo fama busqué,
aunque fuerte era, de hermosa nombre tenía,
y no mi faz a mí, demasiado alabada, me agradaba,
y de la que otras gozar suelen, yo, rústica, de la dote
de mi cuerpo me sonrojaba y un delito el gustar consideraba.
Cansada regresaba, recuerdo, de la estinfálide espesura.
Hacía calor y la fatiga duplicaba el gran calor.
Encuentro sin un remolino unas aguas, sin un murmullo pasando,
perspicuas hasta su suelo, a través de las que computable, a lo hondo,
cada guijarro era: cuales tú apenas que pasaban creerías.
Canos sauces daban, y nutrido el álamo por su onda,
espontáneamente nacidas sombras a sus riberas inclinadas.
Me acerqué y primero del pie las plantas mojé,
hasta la corva luego, y no con ello contenta, me desciño
y mis suaves vestiduras impongo a un sauce curvo
y desnuda me sumerjo en las aguas. Las cuales, mientras las hiero y traigo,
de mil modos deslizándome y mis extendidos brazos lanzo,
no sé qué murmullo sentí en mitad del abismo
y aterrada me puse de pie en la más cercana margen del manantial.
“¿A dónde te apresuras, Aretusa?”, el Alfeo desde sus ondas,
“¿A dónde te apresuras?”, de nuevo con su ronca boca me había dicho.
Tal como estaba huyo sin mis vestidos: la otra ribera
los vestidos míos tenía. Tanto más me acosa y arde,
y porque desnuda estaba le parecí más dispuesta para él.
Así yo corría, así a mí el fiero aquel me apremiaba
como huir al azor, su pluma temblorosa, las palomas,
como suele el azor urgir a las trémulas palomas.
Hasta cerca de Orcómeno y de Psófide y del Cilene
y los menalios senos y el helado Erimanto y la Élide
correr aguanté, y no que yo más veloz él.
Pero tolerar más tiempo las carreras yo, en fuerzas desigual,
no podía; capaz de soportar era él un largo esfuerzo.
Aun así, también por llanos, por montes cubiertos de árbol,
por rocas incluso y peñas, y por donde camino alguno había, corrí.
El sol estaba a la espalda. Vi preceder, larga,
ante mis pies su sombra si no es que mi temor aquello veía,
pero con seguridad el sonido de sus pies me aterraba y el ingente
anhélito de su boca soplaba mis cintas del pelo.
Fatigada por el esfuerzo de la huida: “Ayúdame: préndese”, digo,
“a la armera, Diana, tuya, a la que muchas veces diste
a llevar tus arcos y metidas en tu aljaba las flechas.”
Conmovida la diosa fue, y de entre las espesas nubes cogiendo una,
de mí encima la echó: lustra a la que por tal calina estaba cubierta
el caudal y en su ignorancia alrededor de la hueca nube busca,
dos veces el lugar en donde la diosa me había tapado sin él saberlo rodea
y dos veces: “Io Aretusa, io Aretusa.”, me llamó.
¿Cuánto ánimo entonces el mío, triste de mí, fue? ¿No el que una cordera puede tener
que a los lobos oye alrededor de los establos altos bramando,
o el de la liebre que en la zarza escondida las hostiles bocas
divisa de los perros y no se atreve a dar a su cuerpo ningún movimiento?
No, aun así, se marchó, y puesto que huellas no divisa
más lejos ningunas de pie, vigila la nube y su lugar.
Se apodera de los asediados miembros míos un sudor frío
y azules caen gotas de todo mi cuerpo,
y por donde quiera que el pie movía mana un lago, y de mis cabellos
rocío cae y más rápido que ahora los hechos a ti recuento
en licores me muto. Pero entonces reconoce sus amadas
aguas el caudal, y depuesto el rostro que había tomado de hombre
se torna en sus propias ondas para unirse a mí.
La Delia quebró la tierra, y en ciegas cavernas yo sumergida,
soy transportada a Ortigia, la cual a mí, por el cognomen de la divina
mía grata, hacia las superiores auras la primera me sacó.”



Triptólemo

Hasta aquí Aretusa; dos gemelas sierpes la diosa fértil
a sus carros acercó y con los frenos sujetó sus bocas,
y por medio del cielo y de la tierra, por los aires se hizo llevar,
y su ligero carro hacia la ciudad tritónida envió
y a Triptólemo en parte a la ruda tierra unas semillas por ella dadas
le ordenó esparcir, en parte en la tierra tras tiempos largos de nuevo cultivada.
Ya sobre Europa sublime el joven y de Asia
la tierra se había hecho llevar: a las escíticas costas regresa.
El rey allí Linco era; del rey alcanza él los penates.
De dónde venía y la causa de su camino y su nombre preguntado,
y su patria: “Patria es para mí la clara”, dijo, “Atenas,
Triptólemo mi nombre; he venido, ni en una popa a través de las ondas,
ni a pie por las tierras: se abrió para mí, transitable, el éter.
Dones llevo de Ceres que esparcidos por los anchos campos
fructíferos sembrados y alimentos suaves devuelvan.”
El bárbaro se enojó, y para que el autor de tan gran regalo
él mismo pudiera ser, en hospitalidad lo recibió y del sueño presa
lo atacó a hierro: cuando intentaba atravesarle el pecho
un lince Ceres lo hizo, y de nuevo por los aires ordenó
al mopsopio joven que condujera su sagrada yunta.”



Las Piérides (II)

Había finalizado sus doctos cantos de nosotras la mayor;
mas las ninfas, que habían vencido las diosas que el Helicón honran
con concorde voz dijeron: como insultos las vencidas
lanzaran: “Puesto que”, dijo, “por el certamen a vosotras
una humillación haber merecido poco es, y maldiciones a vuestra culpa
añadís, y no es la paciencia libre para nosotras,
pasaremos a los castigos y adonde la ira nos llama iremos.”
Ríen las Emátides y desprecian las amenazadoras palabras,
y al intentar a nuestros ojos con gran clamor tender
sus contumaces manos, plumas salir por las uñas
contemplaron suyas, cubrirse sus brazos de plumón,
y la una con un rígido pico endurecerse la cara
de la otra ve, y unos pájaros nuevos acceder a las espesuras
y mientras quieren darse golpes de pecho, por sus movidos brazos suspendidas
en el aire quedaron, de los bosques insultos, la picazas.
Ahora también en estos alados su locuacidad primitiva ha permanecido
y su ronca garrulidad y el afán desmedido de hablar.





Publio Ovidio Nason
Metamorfosis

0 comentarios:

Publicar un comentario