Venus en el
pudridero
A la criatura
angélica que me precede
no por génesis
sino por finalidad.
¿Escucháis madurar los duraznos a la hora del estío,
a
la venida del sol, mientras un príncipe danza
en
víspera de su coronación?
Yo
pienso en el gusano.
¿Oís
podrirse los duraznos en el granero,
al
atardecer, mientras las fechas del reino
caen
de los tronos
y
el viento las amontona, las dispersa y olvida?
Yo
pienso en el gusano.
Si
veis montar el agua de la noria,
con
un niño fijamente asomado al brocal
frente
a frente al abuelo,
y
se siente el bese de los amantes como una hoja seca
que
el pie del tiempo aplasta crepitando:
¿los
amantes están muertos? No preguntéis con torpeza.
Pensad
en el gusano.
Al
borde del pozo, gusano y amante,
los
dos punteros del reloj.
El
agua está vacía y la amada es un torrente de mil rostros
despeñados.
Ambos
sedientos, un sol varonil frente al otro sol, también varonil,
pero
llorando y sombrío:
el
de la aurora y el atardecer, íntimamente enemigos
y
cuán quebrantados.
Llegan
carretas rebosantes de frutas maduras,
se
despiden los ancianos,
las
raíces quedan en acecho al sol de la espera,
se
acumulan los hechos.
Niño,
niño mío, nómbrame sin pestañear,
en
un segundo,
las
dinastías reinantes -siglos, siglos-,
los
monarcas desgajados.
Abuelo,
abuelo, nómbrame siglos sin pestañear, en un instante,
antes
que el ruiseñor concluya la nota de su silbo.
¿Quién
osa alzar el Tarot vertiginoso?
Todas
las fechas están prontas, o marchitas, como nunca nacidas.
Niño
y anciano, en este instante tenéis la misma edad:
sólo
un instante:
¿no
habéis empezado?, ¿habéis terminado?
¡A
qué pensar en el gusano!
El
rey que tomó la ciudad
y
con ella hizo una argamasa de sangre,
dejó
el horror, dejó el escarnio;
las
vírgenes violadas están vivas, las viudas maldicen.
El
rey murió. Un muerto es el culpable.
El
diabólico motorista que en carruaje veloz
cruzó
la calle sin razón aparente,
a
un chico dejó inválido, a una novia le quebró la columna.
El
motorista ha muerto.
A
él se debe este mundo.
Maravillas
y desdichas:
cuanto
nos es dado es obra de muertos;
cómo
pedirles cuenta, todo trayecto es corto.
Muertos
poderosos que nos legaron herencias
imposibles
de revivir, imposibles de evitar.
¡A
muertos, a muertos se debe este mundo!
Tiempo
furioso, memoria feroz.
Esa
fuerza desprendida del látigo, que sigue ondulando
cuando
la mano que lo maneja ya está hecha polvo,
el
latigazo aún azota con destreza terrible y melancólica.
¿Podemos
comprender que la amada,
apenas
pronunciadas las palabras del amor,
cambie,
desaparezca, se destituya?
¡Y
todavía sientes el calor de su beso
y
su boca ha expirado?
A
un muerto, a un muerto se debe este mundo.
(De
modo semejante, el Rosal misterioso,
centro
ígneo de radio cero, palpita en reposo en el corazón del
jardín,
y
de él fluyen los rayos, los pétalos, la extensión de los prados,
salió
al día, y extendiendo los brazos su amor emana
en
forma de apóstoles, de mártires, de amantes de todo orden,
y
hasta de esas señoras que reparten la piedad y son tanto más agrias
para
que la moneda se vea más dulce y no les pertenece.
El
amor, el aroma y los actos fortuitos,
más
existentes que sus autores, gemas en silencio,
que
no se quieren invisibles, y si se quieren así, al fin y al cabo,
como
sentirse llamados a vivir sólo un instante
y
servir para mucho, mucho tiempo).
No
lamentes la ausencia de la semilla,
ama
grandemente el fruto dado.
La
semilla debe morir.
Eduardo Anguita
(Yerbas Buenas 14.11.1914,
Santiago 12.12.1992)
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