“La Dama del Pie de Cabra"
Trova Tercera
Mensajeros tras mensajeros, cartas
sobre cartas, son venidos de Toledo á Iñigo Guerra. El rey de León rescataba
todos los días á sus caballeros por caballeros moros; mas no tenía walí ó cadí
cautivo que pudiese dar en trueque por tan noble señor como el señor de
Vizcaya.
Y
muchos de los redimidos eran de las sierras; y éstos, trayendo los
mensajes, contaban aún más lástimas del viejo don Diego López, que las que
referían las cartas.
—Junto á una puerta de
Toledo—decían—tiene la morisma un gran campo muy bien cercado: aquí hacen
fiestas, corren lanzas y toros en los días de sus perros santos, y los invocan
y rezan con khatibs y ulemas.
Jaulas de fieras, muchas son las que
hay allí; cosa de ver con asombro: los tigres y leones no las rompen; quimera
sería imaginar que las manos de los hombres las rompiesen.
En una de estas prisiones, casi
desnudo, con grillos en pies y manos, está el ilustre ricohome, que fué capitán
de grandes y lucidas mesnadas.
Corteses acostumbran á ser los moros
con sus cautivos nobles. Hacen esta iniquidad con don Diego López, porque ya
han pasado tres años y no reciben su rescate.
Y
los peregrinos que venían del cautiverio y contaban tales cosas, bien
cenados y agasajados en el castillo, íbanse al otro día con Dios, llevando bien
provista la escarcela, en buena y santa paz.
Quien no quedaba
en paz era don Iñigo.
—¿Por qué no vas á la sierra?—le
decía una voz al oído.—¿ Por qué no vais á buscar á vuestra madre ?—le repetía
el paje Briarte.
¿Qué hacer? Una noche entera la pasó
en claro pensando en esto. Por la mañana, encomendándose á Dios y á la suerte,
he aquí que al fin se resuelve á intentar la aventura, aunque á pesar suyo.
Santiguóse veinte veces para no tener
después que persignarse. Rezó el Pater, el Ave y el Credo, porque no sabía si en breve esas
oraciones no las recordaría.
Y
seguido de un mastín, su predilecto, á pie, con una azcona en la mano,
y atravesando peñas, se fué por una vereda que conducía hacia los páramos
tristes y desiertos, donde era tradición que la hermosa dama se había aparecido
á su padre.
Trinan los ruiseñores en los espinos,
murmuran á lo lejos las aguas de los arroyos; susurra el follaje blandamente
con la brisa de la mañana.
¡ Vaya una hermosa madrugada !
E Iñigo Guerra sube poco á poco las
ásperas vertientes, trepa de barranco en barranco, y á pesar de su mucho valor,
siente latir el corazón con ansia desusada.
Donde los matorrales hacían alguna
pradera, ó las peñas alguna llanura, don Iñigo se paraba un poco, tomando aliento
y poniéndose á escuchar.
Mucho hacía que andaba entre breñas;
el sol estaba alto y el día caluroso: al canto del ruiseñor se siguiera el
cantar de la cigarra.
Y
encontró una fuente que brotaba de una roca negra, y, saltando de
piedra en piedra, iba á caer en un rústico fes- tanque, donde el sol parecía
bailar, al bullir de las ondas que hacía la caída de la cascada.
Don Iñigo sentóse á la sombra de la
roca, y, tomando su montera, aplacó la sed que traía, y se puso á lavar el
rostro y la cabeza del sudor y polvo que no le faltaba.
El mastín, después de beber, se
tendió á sus pies con la lengua afuera, jadeante de cansancio.
De pronto el perro se puso de pie y dió un gran ladiido.
Don Iñigo volvió los ojos: un jumento silvestre pacía en la predera junto á una frondosa
encina.
—¡Tarik!—gritó el mancebo.—¡Tarik!
Mas Tarik seguía adelante y á nada
atendía.
—¡Ay! déjale correr, hijo mío; no es
para tu mastín vencer á ese onagro.
Esto decía una voz que allá en lo
alto de las peñas comenzó á oirse.
Miró: linda mujer estaba allí sentada
y con semblante amoroso y sonrisa de ángel, hacia él se inclinaba.
—¡Madre mía, madre mía!—gritó Iñigo
levantándose: y en sus adentros decía:—¡Vade retro! ¡San Hermenegildo me valga!
Y como se había mojado la cabeza,
sintió que los cabellos se le iban levantando erizados.
—Hijo, en la boca palabras dulces, en
el corazón palabras malditas. ¿Mas qué importa si eres mi hijo? Dime lo que
quieres de mí, que todo lo haré á tu voluntad y antojo.
El joven caballero no acertaba á
hablar de susto: al mismo tiempo Tarik gemía aullando debajo de los pies del
onagro.
—Cautivo está de moros hace años mi
padre don Diego López—dijo por fin titubeando.—Quisiera me dijeseis, señora,
el modo de salvarle.
—Sé su mal tan bien como tú: si
pudiera ya le habría socorrido sin que vinieses á pedírmelo; mas el viejo
tirano del cielo quiere que pene tantos años como vivió con la... con la que
los necios llaman la Dama del Pie de Cabra.
—No blasfemes contra Dios, madre mía,
que es enorme culpa—interrumpió el mancebo cada vez más horrorizado. .
—¡Culpa! No hay para mí inocencia ni
culpa—dijo la dama riendo á carcajadas.
Era un reir de sonámbulo, triste y
espantoso. Si el diablo ríe, como aquélla debe ser la risa del diablo.
El caballero no pudo pronunciar más
palabras.
—¡Iñigo!—prosiguió ella;—falta un año
para cumplirse el cautiverio del noble señor de Vizcaya. Un año pasa pronto;
más pronto te lo haré pasar yo. ¿ Ves aquel
robusto onagro? Cuando al despertar una noche lo halles á tus pies, manso como un cordero, cabalga en él sin temor, que te llevará á
Toledo, donde librarás á tu padre.
Y Gritando añadió:
—¿Estás en ello, Pardillo?
El onagro levantó las orejas,
y en señal de aprobación comenzó á rebuznar: comenzó por donde á veces las academias
acaban.
Después la dama se puso á
cantar una canción de brujas, acompañándose de un salterio, del que arrancaba
muy extrañas notas.
De la escoba por el palo
Por la cuerda de polea,
Por la víbora que ondea
Por la Toura, libro malo.
Por la vara del acierto.
Por el lienzo colador,
Por el viejo encantador
Y por la mano del muerto.
Por el cabrón rey de fiesta,
Por el sapo frío, helado,
Por el niño desangrado
Que la bruja chupó en siesta.
Por el cráneo hondo y lustroso
En que sangre se libó,
Y del que hermano mató
Por el gemir doloroso.
Por el nombre de misterio,
Que en palabras no está escrito,
Venid, genios del precito,
Venid á oir mi salterio.
Y bailad sobre la tierra
Una danza extravagante,
Que adormezca en un instante
A mi hijo Iñigo Guerra.
Y que duerma un año entero
Como en sueño de una hora
Junto á la fuente que llora
Sobre el césped de este otero.
En cuanto la dama cantó
estas coplas, el mancebo sintió un quebrantamiento en los miembros, que creció
cada vez más, y que le obligó á sentarse.
Y luego, luego, oyóse un
ruido ahogado como de truenos y vientos atravesando cuevas: después el cielo
comenzó á entoldarse, y cada vez estaba más obscuro, hasta que al fin apenas un
fulgor de crepúsculo le alumbraba.
Y el manso estanque hervía, y
los peñascos se abrían, y los árboles se retorcían, y los aires silbaban.
Y en las burbujas de agua de
la fuente, y en las hendiduras de las rocas, y entre las ramas de los árboles,
y en la inmensidad del aire, se veían bajar, subir, atravesar, saltar... ¿qué? Cosa muy espantosa.
Eran mil y mil brazos sin
cuerpos, negros como el carbón, teniendo cada uno en los extremos un ala, y en
la mano una especie de antorcha.
Como la parva que el viento
levanta en la era, aquella multitud de luces se cruzaba, se revolvía, se unía,
se separaba, se arremolinaba, mas siempre con cierta cadencia, como bailando á
compás.
A don Iñigo le daba vueltas la cabeza: las luces le parecían azules,
verdes y rojas; mas se extendía por sus miembros una languidez tan dulce, que
no tuvo fuerzas para hacer la señal de la cruz y ahuyentar á aquella legión de
Satanases.
Y sentía desvanecerse, y poco
á poco se durmió, y de allí á poco roncaba.
Entre tanto, en el castillo
le echaban de menos. Le esperaron hasta la noche; esperáronle una semana, un
mes, un año, y no le veían volver. El pobre Briarte recorrió por mucho tiempo
la sierra, mas nunca llegó al sitio en que el caballero estaba.
Iñigo despertó á media noche;
había dormido algunas horas: al menos así lo creía; miró al cielo, vió estrellas;
tocó alrededor, halló tierra; escuchó, oyó el susurro de los árboles.
Poco á poco se fué acordando
de lo que le pasara con su desventurada madre; porque al principio no se
acordaba de nada.
Parecióle entonces oír
respirar allí cerca; volvió la vista : era el onagro Pardillo.
—Ya que estoy medio
hechizado—pensó,—sigamos el resto de la aventura por ver si salvo á mi padre.
Y poniéndose en pie,
dirigiose hacia el vigoroso animal, que estaba ya ensillado y enfrenado. ¿De
quién eran los arreos? Eso lo sabía el diablo.
Vaciló todavía un momento:
tenía escrúpulos, á buena hora, de cabalgar en aquel corcel infernal.
Entonces oyó en los aires una
voz vibrante que cantaba con mucha cadencia. Era la terrible voz de la Dama del
Pie de Cabra:
Cabalga mi caballero
En valiente corredor,
Ve á salvar al buen señor
Del moro su carcelero.
Pardillo, no comerás
Paja, cebada ni avena,
Ni tendrás yantar ni cena,
Así, pronto volverás.
Ni de látigo, ni espuela
Necesita, ¡ oh, caballero!
Corre, corre, anda ligero,
Noche y día, corre, vuela.
Freno ó silla no le quites,
No le hables, no le hierres,
De tanto andar no te aterres,
Y el mirar atrás evites.
Firme, adelante, adelante,
Pronto, pronto, á buen correr,
No hay minuto que perder
Antes de que el gallo cante.
—¡Sea!—gritó Iñigo Guerra,
con la especie de frenesí que le produjera aquel cántico extraño: y de un salto
montó sobre el quieto onagro.
Mas apenas se afirmó en la
silla... pst, hele que parte.
Aunque en paz con los
cristianos, los moros de Toledo tienen en las torres, troneras y adarves sus
atayalas y vigías, y en los montes que dan á la frontera de León, antorchas y
fogatas.
Mas si el rey leonés supiese
cuán descuidado yace To- lado; cómo al anochecer se duermen los centinelas y se
dejan de encender las antorchas, quebraría su juramento y haría contra aquellas
partes una repentina acometida.
Salvo tener que ir á su
confesor á decir confíteor
Deo y peccavi; porque el faltar á un juramento, aunque sea á perros
descreídos, dice ser feo pecado.
Era la hora del crepúsculo: á
la caída del sol, los de Toledo vieron allá muy á lo lejos, venir corriendo
una nube negra, ondeando y dando vueltas en el cielo, tantas como en la tierra
daba el camino por entre los montes: diríase que venía embriagada.
Era primero un punto: después
creció y creció: cuando anocreció estaba ya cerca y cubría un gran espacio.
El almoadén, subiendo á la
torre de la mezquita, llamaba á los creyentes de Mafanede á la oración de la
tarde.
Mas á su ronca voz se halló
el estallar de los truenos: era como un tiple y un bajo.
Y pasó una ráfaga de viento,
que arremolinando las barbas largas y blancas del almoadén, le azotó con ellas
la cara.
Comenzó entonces á caer un
golpe de lluvia, que ni mozos ni viejos se acordaban de haber visto cosa
semejante en ninguna parte.
Era de ver á los centinelas
esconderse en las garitas de las torres, las rondas y contrarrondas huir por
los adarves; los hacheros recogerse por debajo de las almenaras; los had- jís
acogerse á las mezquitas, mojados hasta los ojos; las viejas que habían salido
al vocear del almoadén, llevadas por los torrentes de las calles tortuosas y
estrechas invocando á Mahoma y Aláh. Y el agua cayendo cada vez más.
Dos únicos movimientos hacen
entonces los moradores de Toledo: unos huyen, otros se resguardan, y el agua ca
yendo cada vez más.
El pavor penetra en todos los
ánimos: los cacizes conjuran la tormenta; los faquires penitentes gritan que
se acaba el mundo, y que les deje sus bienes aquel que quiera salvarse. Y el
agua cayendo cada vez más.
La salvación de Toledo estuvo
en no haber cerrado sus puertas; si así no fuese, dentro del recinto de los
muros habría muerto toda la morisma ahogada.
En la prisión estaba don
Diego apoyado en las barras de hierro. El pobre viejo entreteníase en oir aquel
espantoso llover, porque la noche había cerrado, y no tenía nada que hacer.
Mas como la plaza de delante
de su jaula de fiera estaba rodeada de muros, la lluvia no podía filtrarse
toda, e iba creciendo, de modo que ya sentía los pies mojados.
Y también comenzó á tener
miedo de morir, á pesar de su miseria. Bien sabía don Diego que la muerte es la
mayor desgracia de todas: que no era el señor de Vizcaya ateo, filósofo, ni
tonto.
Mas á lo lejos divisó un
bulto blanquecino que saltó por cima de la empalizada, y sintió al mismo tiempo
en mitad de la plaza: ¡ plash!
Y yoyó una voz que decía:
—Noble señor don Diego,
¿dónde es dónde os halláis?
—¿Qué veo y oigo?—exclamó el
anciano.—Un traje que no blanquea no es de ismaelita; una voz que no haDia algarabía
no es infiel; un salto desde tanta altura no es de caballero de este mundo. Por
vuestra fe decidme: ¿ sois ángel ó sois Santiago?
—¡Padre mío! ¡padre
mío!—respondió el caballero.— ¿Ya no conocéis la voz de Iñigo? Soy yo, que
vengo á salvaros.
Y don Iñigo se apeó, y
cogiendo las gruesas rejas intentaba moverlas, y el agua le llegaba á los
tobillos y no conseguía nada.
Lleno de aflicción el
mancebo, quiso invocar el nombre de Jesús; mas acordóse de cómo hasta allí
había venido, y el bendito nombre espiró en sus labios.
Todavía Pardillo pareció
adivinar su íntimo pensamiento, porque lanzó un gemido agudo y rápido, como si
le hubiesen tocado con un hierro candente.
Y, empujando con la cabeza á
don Iñigo, volvió la espalda á la jaula.
¡Pan! fué el sonido que se
oyó: de una sola patada la reja estaba en el suelo y los cercos de piedra
habían volado en mil pedazos. Que me lo crean que no, así lo dice la historia
: yo en ello ni pierdo ni gano.
Don Diego quedó creyéndolo,
porque un pedazo de piedra le quitó los dos últimos dientes que tenía,
metiéndoselos por la garganta abajo. Por eso con el dolor no podía hablar
palabra.
Su hijo le hizo montar
delante de sí, y subiendo detrás de él, exclamó:
—Padre mío, estáis en salvo.
Y pardillo, de un salto,
atravesó de nuevo la empalizada. ¡Aunque tenía cerca de quince palmos!
Por la mañana no había señal
de lluvia: el cielo estaba limpio y sereno, y cuando los moros fueron á ver qué
le había sucedido á don Diego López, no le hallaron, ni señales siquiera.
Don Iñigo y su padre, el
viejo señor de Vizcaya, atraviesan las puertas de Toledo con la rapidez de la
flecha: en un abrir y cerrar de ojos dejan atrás muros, torres, barbacanas y
atalayas. La lluvia va disminuyendo: rásganse las nubes y se ven relucir
algunas estrellas, que parecen otros tantos ojos con que el cielo espía á
través de la obscuridad lo que sucede aquí abajo.
El camino, en las bajadas y
subidas de las cuestas, se había convertido en lecho de torrente y en los
llanos habíase convertido en lago.
Pero así por los lagos como
por los torrentes, el valiente onagro seguía adelante bufando como un
condenado.
No bien subían un monte, ya
bajaban por la otra cuesta abajo; no bien llegaban á una pradera, cuando
sentían, en espeso bosque, gotearles encima las ramas agitadas de los árboles.
Es poco más de media noche y
los picos nevados del Vindio recortan el fondo estrellado del cielo ya limpio,
semejante á los dientes de una sierra gigante, capaz de dividir á cercén el
hemisferio austral del hemisferio boreal.
Y pardillo arremete siempre á
galope deshecho con las montañas enormes, y baja á los valles temerosos, y cada
vez más ligero, como su nombre lo indica, menos parece cuadrúpedo que pájaro.
Mas ¿qué ruido es ese que
sobrepuja al del viento? ¿Qué es eso que allá á lo lejos, ora blanquea, ora
reluce en las tinieblas como una banda de lobos envueltos en sudarios blancos,
con sólo los ojos descubiertos, y marchando en hilera por la hondonada del
valle abajo?
Es un río caudaloso y fiero,
con su manto de espuma, y con las escamas angulosas de su dorso erizado, donde
brillan y chispean los rayos de las estrellas en mil reflejos quebrados.
Negrea sobre el río un
puente, en medio de él una forma escueta. «¿Será un lindero, una estatua?»
pensaron los caballeros. Pino no puede ser; no se sabe que nazca en los
puentes.
Pardillo se reía de los ríos:
de puentes hacía tanto caso como de un pienso de paja. Sin embargo, aunque bien
podía de un salto salvar veinte riberas como aquélla, se fué derecho al
puente, porque no era animal que diese vueltas en balde.
Semejante al relámpago se
arrojó el onagro por aquel paso estrecho... Mas ¡tate!... He aquí que de pronto
se para.
Y temblaba como el junco y
jadeaba con violencia: los dos caballeros se miraron.
El bulto escueto era una cruz
de piedra levantada en medio del puente: por eso Pardillo titubeaba.
Entonces, desde unos altos chopos
que en la margen cercana se movían, un poco más abajo de aquel sitio, oyóse una
voz fatigosa y trémula que cantaba:
Hacia atrás, hacia atrás, á tornar
¡ Ya!
¡ Da vuelta, da vuelta, á pasar
Por acá!
Por aqui no lo han de itapedir.
¡ Chut!
Vosotros, callad.
¡ Tú, procura huir
De la cruz!
—¡ Santo nombre de
Cristo!—exclamó don Diego santiguándose a escuchar aquella voz, que conocía
bien, mas que después de tantos años no esperaba oir allí, porque su hijo no le
dijera qué medio buscara para salvarle.
Apenas el grito del viejo se
oyó, él y don Iñigo fueron á caer al pedestal de la cruz, quedando de bruces
envueltos en lodo. El onagro, al arrojarlos de sí, lanzó un gemido de fiera.
Sintieron entonces un olor insoportable de azufre y de carbón de piedra
inglés, que luego se conociera ser cosa de Satanás.
Y oyeron como un trueno
subterráneo; y el puente se balanceaba como si las entrañas de la tierra se
despedazasen.
A pesar de su gran terror, y
de invocar á la Virgen Santísima, don Iñigo entreabrió los ojos para ver lo
que pasaba.
Nosotros los hombres,
acostumbramos á decir que las mujeres son curiosas. Nosotros sí que lo somos.
Mentimos como unos bellacos.
¿Qué vería el caballero? Un
hoyo abierto cerca de él en el puente, y que después continuaba en el agua.
Y después en el lecho del río; y después en la tierra adentro, adentro;
y después por el fondo del infierno, que otra cosa no podía ser un fuego muy
rojo que brillaba en aquella profundidad.
Tanto era así, que hasta vió
pasar á través un demonio con un descomunal asador en las manos, en el que
llevaba un judío atravesado.
El Pardillo bajaba
caracoleando por aquel boquete como una pluma cayendo en día sereno de lo alto
de una torre abajo.
Aquel espectáculo hizo perder
los sentidos á don Iñigo, que yendo á llamar á Jesús, halló que no podía
proferir este nombre sagrado.
Del terror, tanto el viejo
como el mozo, quedaron allí desmayados.
Cuando volvieron en sí, al
salir del claro sol, conocieron el sitio en que se hallaban. Era el puente
próximo á la aldea de Nusturio, en cuyo alto se veía el castillo construido por
don From, el sajón antepasado de don Diego López y primer señor de Vizcaya.
Ningún vestigio quedaba de lo
que allí había pasado: los dos, rendidos y llenos de lodo y pisadas, se fueron
arrastrando como pudieron hasta encontrar á algunos villanos, á quienes se
dieron á conocer, y que los llevaron á casa.
No os referiré las fiestas
que por su venida se hicieron en Nusturio, porque no está lejos la hora de
cenar, rezar y acostarse.
Don Diego vivió poco tiempo:
todos los días oía misa; todas las semanas se confesaba. Sin embargo, don Iñigo
nunca más entró en la iglesia, nunca más rezó, y no hacía más que ir á la
sierra á cazar.
Cuando tenía que ir á las
guerras de León, le veían subir á la montaña armado de todas armas, y volver
de allí montado en un gigantesco onagro.
Y su nombre resonó en toda
España, porque no hubo batalla en que entrase y se perdiese, y nunca en ningún
encuentro fué herido ni derribado.
Decían por lo bajo en
Nusturio, que el ilustre barón tenía pacto con Belzebut. Al menos era cosa de
milagro.
Medio condenado estaba por su
madre: no tenía que vender sino la otra mitad de alma.
Por ochenta por ciento de
ganancia en un recibo de pago, la da entera al demonio cualquier usurero, y
cree haber hecho un buen negocio.
Sea como fuese, Iñigo Guerra
murió viejo: lo que entonces pasó en el castillo no lo cuenta la historia.
Como no quiero inventar mentiras, no diré más.
Pero la misericordia de Dios
es grande. A prevención, recen por él un Pater y un Ave. Si no le pudiesen aprovechar,
sea por mí. Amén.
FIN
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