Montaña y Arbol

Poesía, Cuentos, Arte y Literatura

sábado, diciembre 21, 2013

"La Dama del Pie de Cabra" Trova Tercera - Alexandre Herculano




La  Dama del Pie de Cabra"
Trova Tercera


Mensajeros tras mensajeros, cartas sobre cartas, son ve­nidos de Toledo á Iñigo Guerra. El rey de León rescataba todos los días á sus caballeros por caballeros moros; mas no tenía walí ó cadí cautivo que pudiese dar en trueque por tan noble señor como el señor de Vizcaya.
Y     muchos de los redimidos eran de las sierras; y éstos, trayendo los mensajes, contaban aún más lástimas del vie­jo don Diego López, que las que referían las cartas.
—Junto á una puerta de Toledo—decían—tiene la mo­risma un gran campo muy bien cercado: aquí hacen fiestas, corren lanzas y toros en los días de sus perros santos, y los invocan y rezan con khatibs y ulemas.
Jaulas de fieras, muchas son las que hay allí; cosa de ver con asombro: los tigres y leones no las rompen; qui­mera sería imaginar que las manos de los hombres las rom­piesen.
En una de estas prisiones, casi desnudo, con grillos en pies y manos, está el ilustre ricohome, que fué capitán de grandes y lucidas mesnadas.
Corteses acostumbran á ser los moros con sus cautivos nobles. Hacen esta iniquidad con don Diego López, porque ya han pasado tres años y no reciben su rescate.
Y     los peregrinos que venían del cautiverio y contaban tales cosas, bien cenados y agasajados en el castillo, íbanse al otro día con Dios, llevando bien provista la escarcela, en buena y santa paz.
Quien no quedaba en paz era don Iñigo.
—¿Por qué no vas á la sierra?—le decía una voz al oí­do.—¿ Por qué no vais á buscar á vuestra madre ?—le repe­tía el paje Briarte.
¿Qué hacer? Una noche entera la pasó en claro pensan­do en esto. Por la mañana, encomendándose á Dios y á la suerte, he aquí que al fin se resuelve á intentar la aven­tura, aunque á pesar suyo.
Santiguóse veinte veces para no tener después que per­signarse. Rezó el Pater, el Ave y el Credo, porque no sa­bía si en breve esas oraciones no las recordaría.
Y     seguido de un mastín, su predilecto, á pie, con una azcona en la mano, y atravesando peñas, se fué por una vereda que conducía hacia los páramos tristes y desiertos, donde era tradición que la hermosa dama se había aparecido á su padre.
Trinan los ruiseñores en los espinos, murmuran á lo le­jos las aguas de los arroyos; susurra el follaje blandamente con la brisa de la mañana.
¡ Vaya una hermosa madru­gada !
E Iñigo Guerra sube poco á poco las ásperas vertientes, trepa de barranco en barranco, y á pesar de su mucho va­lor, siente latir el corazón con ansia desusada.
Donde los matorrales hacían alguna pradera, ó las peñas alguna llanura, don Iñigo se paraba un poco, tomando alien­to y poniéndose á escuchar.
Mucho hacía que andaba entre breñas; el sol estaba alto y el día caluroso: al canto del ruiseñor se siguiera el cantar de la cigarra.
Y     encontró una fuente que brotaba de una roca negra, y, saltando de piedra en piedra, iba á caer en un rústico fes- tanque, donde el sol parecía bailar, al bullir de las ondas que hacía la caída de la cascada.
Don Iñigo sentóse á la sombra de la roca, y, tomando su montera, aplacó la sed que traía, y se puso á lavar el rostro y la cabeza del sudor y polvo que no le faltaba.
El mastín, después de beber, se tendió á sus pies con la lengua afuera, jadeante de cansancio.
   De pronto el perro se puso de pie y dió un gran ladiido.
   Don Iñigo volvió los ojos: un jumento silvestre pacía en la predera junto á una frondosa encina.
—¡Tarik!—gritó el mancebo.—¡Tarik!
Mas Tarik seguía adelante y á nada atendía.
—¡Ay! déjale correr, hijo mío; no es para tu mastín vencer á ese onagro.
Esto decía una voz que allá en lo alto de las peñas co­menzó á oirse.
Miró: linda mujer estaba allí sentada y con semblante amoroso y sonrisa de ángel, hacia él se inclinaba.
—¡Madre mía, madre mía!—gritó Iñigo levantándose: y en sus adentros decía:—¡Vade retro! ¡San Hermenegildo me valga!
Y como se había mojado la cabeza, sintió que los cabe­llos se le iban levantando erizados.
—Hijo, en la boca palabras dulces, en el corazón pala­bras malditas. ¿Mas qué importa si eres mi hijo? Dime lo que quieres de mí, que todo lo haré á tu voluntad y antojo.
El joven caballero no acertaba á hablar de susto: al mis­mo tiempo Tarik gemía aullando debajo de los pies del ona­gro.
—Cautivo está de moros hace años mi padre don Diego López—dijo por fin titubeando.—Quisiera me dijeseis, se­ñora, el modo de salvarle.
—Sé su mal tan bien como tú: si pudiera ya le habría socorrido sin que vinieses á pedírmelo; mas el viejo tirano del cielo quiere que pene tantos años como vivió con la... con la que los necios llaman la Dama del Pie de Cabra.
—No blasfemes contra Dios, madre mía, que es enorme culpa—interrumpió el mancebo cada vez más horrorizado. .
—¡Culpa! No hay para mí inocencia ni culpa—dijo la dama riendo á carcajadas.
Era un reir de sonámbulo, triste y espantoso. Si el dia­blo ríe, como aquélla debe ser la risa del diablo.
El caballero no pudo pronunciar más palabras.
—¡Iñigo!—prosiguió ella;—falta un año para cumplirse el cautiverio del noble señor de Vizcaya. Un año pasa pron­to; más pronto te lo haré pasar yo. ¿ Ves aquel robusto ona­gro? Cuando al despertar una noche lo halles á tus pies, manso como un cordero, cabalga en él sin temor, que te lle­vará á Toledo, donde librarás á tu padre.
   Y Gritando añadió:
—¿Estás en ello, Pardillo?
   El onagro levantó las orejas, y en señal de aprobación comenzó á rebuznar: comenzó por donde á veces las aca­demias acaban.
   Después la dama se puso á cantar una canción de brujas, acompañándose de un salterio, del que arrancaba muy extra­ñas notas.

De la escoba por el palo
Por la cuerda de polea,
Por la víbora que ondea
Por la Toura, libro malo.
Por la vara del acierto.
Por el lienzo colador,
Por el viejo encantador
Y por la mano del muerto.
Por el cabrón rey de fiesta,
Por el sapo frío, helado,
Por el niño desangrado
Que la bruja chupó en siesta.
Por el cráneo hondo y lustroso
En que sangre se libó,
Y del que hermano mató
Por el gemir doloroso.
Por el nombre de misterio,
Que en palabras no está escrito,
Venid, genios del precito,
Venid á oir mi salterio.
Y bailad sobre la tierra
Una danza extravagante,
Que adormezca en un instante
A mi hijo Iñigo Guerra.
Y que duerma un año entero
Como en sueño de una hora
Junto á la fuente que llora
Sobre el césped de este otero.

    En cuanto la dama cantó estas coplas, el mancebo sin­tió un quebrantamiento en los miembros, que creció cada vez más, y que le obligó á sentarse.
   Y luego, luego, oyóse un ruido ahogado como de truenos y vientos atravesando cuevas: después el cielo comenzó á entoldarse, y cada vez estaba más obscuro, hasta que al fin apenas un fulgor de crepúsculo le alumbraba.
   Y el manso estanque hervía, y los peñascos se abrían, y los árboles se retorcían, y los aires silbaban.
   Y en las burbujas de agua de la fuente, y en las hendi­duras de las rocas, y entre las ramas de los árboles, y en la inmensidad del aire, se veían bajar, subir, atravesar, sal­tar... ¿qué? Cosa muy espantosa.
   Eran mil y mil brazos sin cuerpos, negros como el car­bón, teniendo cada uno en los extremos un ala, y en la mano una especie de antorcha.
   Como la parva que el viento levanta en la era, aquella mul­titud de luces se cruzaba, se revolvía, se unía, se separaba, se arremolinaba, mas siempre con cierta cadencia, como bai­lando á compás.
A don Iñigo le daba vueltas la cabeza: las luces le pare­cían azules, verdes y rojas; mas se extendía por sus miem­bros una languidez tan dulce, que no tuvo fuerzas para hacer la señal de la cruz y ahuyentar á aquella legión de Satanases.
   Y sentía desvanecerse, y poco á poco se durmió, y de allí á poco roncaba.
   Entre tanto, en el castillo le echaban de menos. Le es­peraron hasta la noche; esperáronle una semana, un mes, un año, y no le veían volver. El pobre Briarte recorrió por mucho tiempo la sierra, mas nunca llegó al sitio en que el caballero estaba.
   Iñigo despertó á media noche; había dormido algunas horas: al menos así lo creía; miró al cielo, vió estrellas; tocó alrededor, halló tierra; escuchó, oyó el susurro de los ár­boles.
   Poco á poco se fué acordando de lo que le pasara con su desventurada madre; porque al principio no se acordaba de nada.
   Parecióle entonces oír respirar allí cerca; volvió la vis­ta : era el onagro Pardillo.
   —Ya que estoy medio hechizado—pensó,—sigamos el res­to de la aventura por ver si salvo á mi padre.
   Y poniéndose en pie, dirigiose hacia el vigoroso animal, que estaba ya ensillado y enfrenado. ¿De quién eran los arreos? Eso lo sabía el diablo.
   Vaciló todavía un momento: tenía escrúpulos, á buena hora, de cabalgar en aquel corcel infernal.
   Entonces oyó en los aires una voz vibrante que cantaba con mucha cadencia. Era la terrible voz de la Dama del Pie de Cabra:

Cabalga mi caballero
En valiente corredor,
Ve á salvar al buen señor
Del moro su carcelero.
Pardillo, no comerás
Paja, cebada ni avena,
Ni tendrás yantar ni cena,
Así, pronto volverás.
Ni de látigo, ni espuela
Necesita, ¡ oh, caballero!
Corre, corre, anda ligero,
Noche y día, corre, vuela.
Freno ó silla no le quites,
No le hables, no le hierres,
De tanto andar no te aterres,
Y el mirar atrás evites.
Firme, adelante, adelante,
Pronto, pronto, á buen correr,
No hay minuto que perder
Antes de que el gallo cante.

   —¡Sea!—gritó Iñigo Guerra, con la especie de frenesí que le produjera aquel cántico extraño: y de un salto montó sobre el quieto onagro.
   Mas apenas se afirmó en la silla... pst, hele que parte.
   Aunque en paz con los cristianos, los moros de Tole­do tienen en las torres, troneras y adarves sus atayalas y vi­gías, y en los montes que dan á la frontera de León, antor­chas y fogatas.
   Mas si el rey leonés supiese cuán descuidado yace To- lado; cómo al anochecer se duermen los centinelas y se dejan de encender las antorchas, quebraría su juramento y haría contra aquellas partes una repentina acometida.
  Salvo tener que ir á su confesor á decir confíteor Deo y peccavi; porque el faltar á un juramento, aunque sea á pe­rros descreídos, dice ser feo pecado.
   Era la hora del crepúsculo: á la caída del sol, los de To­ledo vieron allá muy á lo lejos, venir corriendo una nube negra, ondeando y dando vueltas en el cielo, tantas como en la tierra daba el camino por entre los montes: diríase que venía embriagada.
   Era primero un punto: después creció y creció: cuando anocreció estaba ya cerca y cubría un gran espacio.
   El almoadén, subiendo á la torre de la mezquita, llama­ba á los creyentes de Mafanede á la oración de la tarde.
   Mas á su ronca voz se halló el estallar de los truenos: era como un tiple y un bajo.
   Y pasó una ráfaga de viento, que arremolinando las bar­bas largas y blancas del almoadén, le azotó con ellas la cara.
   Comenzó entonces á caer un golpe de lluvia, que ni mo­zos ni viejos se acordaban de haber visto cosa semejante en ninguna parte.
   Era de ver á los centinelas esconderse en las garitas de las torres, las rondas y contrarrondas huir por los adarves; los hacheros recogerse por debajo de las almenaras; los had- jís acogerse á las mezquitas, mojados hasta los ojos; las vie­jas que habían salido al vocear del almoadén, llevadas por los torrentes de las calles tortuosas y estrechas invocando á Mahoma y Aláh. Y el agua cayendo cada vez más.
   Dos únicos movimientos hacen entonces los moradores de Toledo: unos huyen, otros se resguardan, y el agua ca yendo cada vez más.
   El pavor penetra en todos los ánimos: los cacizes con­juran la tormenta; los faquires penitentes gritan que se acaba el mundo, y que les deje sus bienes aquel que quiera sal­varse. Y el agua cayendo cada vez más.
   La salvación de Toledo estuvo en no haber cerrado sus puertas; si así no fuese, dentro del recinto de los muros ha­bría muerto toda la morisma ahogada.
   En la prisión estaba don Diego apoyado en las barras de hierro. El pobre viejo entreteníase en oir aquel espanto­so llover, porque la noche había cerrado, y no tenía nada que hacer.
   Mas como la plaza de delante de su jaula de fiera estaba rodeada de muros, la lluvia no podía filtrarse toda, e iba creciendo, de modo que ya sentía los pies mojados.
   Y también comenzó á tener miedo de morir, á pesar de su miseria. Bien sabía don Diego que la muerte es la ma­yor desgracia de todas: que no era el señor de Vizcaya ateo, filósofo, ni tonto.
    Mas á lo lejos divisó un bulto blanquecino que saltó por cima de la empalizada, y sintió al mismo tiempo en mitad de la plaza: ¡ plash!
    Y yoyó una voz que decía:
   —Noble señor don Diego, ¿dónde es dónde os halláis?
   —¿Qué veo y oigo?—exclamó el anciano.—Un traje que no blanquea no es de ismaelita; una voz que no haDia alga­rabía no es infiel; un salto desde tanta altura no es de caballero de este mundo. Por vuestra fe decidme: ¿ sois ángel ó sois Santiago?
   —¡Padre mío! ¡padre mío!—respondió el caballero.— ¿Ya no conocéis la voz de Iñigo? Soy yo, que vengo á sal­varos.
   Y don Iñigo se apeó, y cogiendo las gruesas rejas inten­taba moverlas, y el agua le llegaba á los tobillos y no conse­guía nada.
   Lleno de aflicción el mancebo, quiso invocar el nombre de Jesús; mas acordóse de cómo hasta allí había venido, y el bendito nombre espiró en sus labios.
   Todavía Pardillo pareció adivinar su íntimo pensamien­to, porque lanzó un gemido agudo y rápido, como si le hu­biesen tocado con un hierro candente.
   Y, empujando con la cabeza á don Iñigo, volvió la es­palda á la jaula.
   ¡Pan! fué el sonido que se oyó: de una sola patada la reja estaba en el suelo y los cercos de piedra habían volado en mil pedazos. Que me lo crean que no, así lo dice la his­toria : yo en ello ni pierdo ni gano.
   Don Diego quedó creyéndolo, porque un pedazo de pie­dra le quitó los dos últimos dientes que tenía, metiéndoselos por la garganta abajo. Por eso con el dolor no podía hablar palabra.
   Su hijo le hizo montar delante de sí, y subiendo detrás de él, exclamó:
   —Padre mío, estáis en salvo.
   Y pardillo, de un salto, atravesó de nuevo la empaliza­da. ¡Aunque tenía cerca de quince palmos!
   Por la mañana no había señal de lluvia: el cielo estaba limpio y sereno, y cuando los moros fueron á ver qué le había sucedido á don Diego López, no le hallaron, ni seña­les siquiera.
   Don Iñigo y su padre, el viejo señor de Vizcaya, atra­viesan las puertas de Toledo con la rapidez de la flecha: en un abrir y cerrar de ojos dejan atrás muros, torres, bar­bacanas y atalayas. La lluvia va disminuyendo: rásganse las nubes y se ven relucir algunas estrellas, que parecen otros tantos ojos con que el cielo espía á través de la obscuridad lo que sucede aquí abajo.
   El camino, en las bajadas y subidas de las cuestas, se ha­bía convertido en lecho de torrente y en los llanos habíase convertido en lago.
   Pero así por los lagos como por los torrentes, el valien­te onagro seguía adelante bufando como un condenado.
   No bien subían un monte, ya bajaban por la otra cues­ta abajo; no bien llegaban á una pradera, cuando sentían, en espeso bosque, gotearles encima las ramas agitadas de los árboles.
   Es poco más de media noche y los picos nevados del Vindio recortan el fondo estrellado del cielo ya limpio, semejan­te á los dientes de una sierra gigante, capaz de dividir á cer­cén el hemisferio austral del hemisferio boreal.
   Y pardillo arremete siempre á galope deshecho con las montañas enormes, y baja á los valles temerosos, y cada vez más ligero, como su nombre lo indica, menos parece cua­drúpedo que pájaro.
   Mas ¿qué ruido es ese que sobrepuja al del viento? ¿Qué es eso que allá á lo lejos, ora blanquea, ora reluce en las tinieblas como una banda de lobos envueltos en sudarios blancos, con sólo los ojos descubiertos, y marchando en hi­lera por la hondonada del valle abajo?
   Es un río caudaloso y fiero, con su manto de espuma, y con las escamas angulosas de su dorso erizado, donde bri­llan y chispean los rayos de las estrellas en mil reflejos quebrados.
   Negrea sobre el río un puente, en medio de él una for­ma escueta. «¿Será un lindero, una estatua?» pensaron los caballeros. Pino no puede ser; no se sabe que nazca en los puentes.
   Pardillo se reía de los ríos: de puentes hacía tanto caso como de un pienso de paja. Sin embargo, aunque bien po­día de un salto salvar veinte riberas como aquélla, se fué derecho al puente, porque no era animal que diese vueltas en balde.
   Semejante al relámpago se arrojó el onagro por aquel paso estrecho... Mas ¡tate!... He aquí que de pronto se para.
   Y temblaba como el junco y jadeaba con violencia: los dos caballeros se miraron.
   El bulto escueto era una cruz de piedra levantada en medio del puente: por eso Pardillo titubeaba.
   Entonces, desde unos altos chopos que en la margen cercana se movían, un poco más abajo de aquel sitio, oyóse una voz fatigosa y trémula que cantaba:

Hacia atrás, hacia atrás, á tornar
¡ Ya!
¡ Da vuelta, da vuelta, á pasar
Por acá!
Por aqui no lo han de itapedir.
¡ Chut!
Vosotros, callad.
¡ Tú, procura huir
De la cruz!

   —¡ Santo nombre de Cristo!—exclamó don Diego san­tiguándose a escuchar aquella voz, que conocía bien, mas que después de tantos años no esperaba oir allí, porque su hijo no le dijera qué medio buscara para salvarle.
   Apenas el grito del viejo se oyó, él y don Iñigo fueron á caer al pedestal de la cruz, quedando de bruces envuel­tos en lodo. El onagro, al arrojarlos de sí, lanzó un gemi­do de fiera. Sintieron entonces un olor insoportable de azu­fre y de carbón de piedra inglés, que luego se conociera ser cosa de Satanás.
   Y oyeron como un trueno subterráneo; y el puente se balanceaba como si las entrañas de la tierra se despeda­zasen.
   A pesar de su gran terror, y de invocar á la Virgen San­tísima, don Iñigo entreabrió los ojos para ver lo que pa­saba.
   Nosotros los hombres, acostumbramos á decir que las mu­jeres son curiosas. Nosotros sí que lo somos. Mentimos como unos bellacos.
   ¿Qué vería el caballero? Un hoyo abierto cerca de él en el puente, y que después continuaba en el agua.
   Y después en el lecho del río; y después en la tierra aden­tro, adentro; y después por el fondo del infierno, que otra cosa no podía ser un fuego muy rojo que brillaba en aquella profundidad.
   Tanto era así, que hasta vió pasar á través un demonio con un descomunal asador en las manos, en el que llevaba un judío atravesado.
   El Pardillo bajaba caracoleando por aquel boquete co­mo una pluma cayendo en día sereno de lo alto de una torre abajo.
   Aquel espectáculo hizo perder los sentidos á don Iñigo, que yendo á llamar á Jesús, halló que no podía proferir este nombre sagrado.
   Del terror, tanto el viejo como el mozo, quedaron allí des­mayados.
   Cuando volvieron en sí, al salir del claro sol, conocieron el sitio en que se hallaban. Era el puente próximo á la aldea de Nusturio, en cuyo alto se veía el castillo construido por don From, el sajón antepasado de don Diego López y pri­mer señor de Vizcaya.
   Ningún vestigio quedaba de lo que allí había pasado: los dos, rendidos y llenos de lodo y pisadas, se fueron arras­trando como pudieron hasta encontrar á algunos villanos, á quienes se dieron á conocer, y que los llevaron á casa.
   No os referiré las fiestas que por su venida se hicieron en Nusturio, porque no está lejos la hora de cenar, rezar y acostarse.
   Don Diego vivió poco tiempo: todos los días oía misa; todas las semanas se confesaba. Sin embargo, don Iñigo nunca más entró en la iglesia, nunca más rezó, y no hacía más que ir á la sierra á cazar.
   Cuando tenía que ir á las guerras de León, le veían su­bir á la montaña armado de todas armas, y volver de allí mon­tado en un gigantesco onagro.
   Y su nombre resonó en toda España, porque no hubo batalla en que entrase y se perdiese, y nunca en ningún en­cuentro fué herido ni derribado.
   Decían por lo bajo en Nusturio, que el ilustre barón te­nía pacto con Belzebut. Al menos era cosa de milagro.
   Medio condenado estaba por su madre: no tenía que ven­der sino la otra mitad de alma.
   Por ochenta por ciento de ganancia en un recibo de pago, la da entera al demonio cualquier usurero, y cree haber hecho un buen negocio.
   Sea como fuese, Iñigo Guerra murió viejo: lo que entonces pasó en el castillo no lo cuenta la historia. Como no quiero inventar mentiras, no diré más.
   Pero la misericordia de Dios es grande. A prevención, recen por él un Pater y un Ave. Si no le pudiesen aprovechar, sea por mí. Amén.




FIN







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