“La Dama del Pie de Cabra"
Trova Segunda
I
Era un día al anochecer: Don Iñigo
estaba en la mesa; pero no podía cenar, que grandes desmayos le oprimían el
corazón. Un paje muy querido y privado, que en pie, delante de él, esperaba sus órdenes,
dijo entonces á don Iñigo:
—Señor, ¿por qué
no coméis?
—¿ Qué he de comer, Briarte, si mi
señor don Diego está cautivo de moros, según dicen estas cartas que ahora de él
han venido?
—Mas su rescate no es para vos
difícil: diez mil peones y mil caballeros tenéis en la mesnada de Vizcaya;
vamos á correr tierras de moros: serán los cautivos rescate de vuestro padre.
—El perro rey de León hizo paz con
los cadís de Toledo, y ellos son los que tienen apresado á mi padre. Los
alcaides y autoridades del rey traidor y vil no dejarán pasar á la buena
hueste de Vizcaya.
—¿ Queréis, señor, un consejo que no
os costará una moneda?
—Dile, dile,
Briarte.
—¿ Por qué no vais á la sierra á
buscar á vuestra madre ? Según oigo contar á los viejos, es hada.
—¿Qué dices tú, Briarte? ¿Sabes quién
es mi madre y qué clase de hada es ?
—Grandes historias he oído de lo que
pasó cierta noche en este castillo: érais vos pequeño y yo aun no había
nacido. La verdad de esas historias sólo Dios la sabe.'
—Pues yo te la
diré ahora; acércate acá, Briarte.
El paje miró en torno suyo, casi sin
querer, y acercóse á su amo, era la obediencia, y además cierto poco de miedo
lo que le hacía acercar.
—¿Ves tú, Briarte, aquella ventana
tapiada? Por allí fué por donde mi madre huyó. ¿Cómo y por qué? Apuesto á que
ya te lo han contado.
—Sí, señor. Llevó
consigo á vuestra hermana...
—Responde sólo á lo que te pregunte.
Ya sé eso. Ahora cállate.
El paje bajó los ojos al suelo de
vergüenza, que era humilde y de buena raza.
II
Y el caballero comenzó su narración:
—Desde aquel día maldito, mi padre
tornóse meditabundo; cavilaba y se desvivía preguntando á todos los monteros
viejos si por ventura recordaban haber en su tiempo encontrado en los bosques
brujerías ó hechizos. Aquí fué el no acabar de historias de brujas y de almas
en pena.
Hacía muchos años que mi señor padre
no se confesaba : algunos hacía también que testaba viudo, sin haber enviudado.
Cierto domingo por la mañana amaneció
alegre el día como si fuera de Pascua, y mi señor don Diego se levantó sañudo y
triste como de costumbre.
Las campanas del monasterio, allá
abajo en el valle, repicaban alegremente, que parecía se abría el cielo.
Púsose á escucharlas y sintió una tristeza que le hizo llorar.
—Iré á testar conel abad—se dijo á sí
mismo,—quiero confesarme; ¿ quién sabe si esta tristeza es también obra de
Satanás ?
El abad era
viejecito, santo, santo, como no había otro.
A él se confesó mi padre. Después de
decir mea culpa,
contóle punto por
punto la historia de sus amores.
—¡ Ay, hijo!—exclamó el
padre;—hiciste matrimonio con un alma en pena.
—Alma en pena no sé—añadió don
Diego;—pero era cosa del diablo.
—Era alma en pena, yo te lo digo,
hijo—replicó el abad. —Sé la historia de es„ mujer de las sierras. Está escrita
hace más de cien años en la última hoja de un santoral godo de nuestro
monasterio. Las melancolías que te atormentan el corazón no me extrañan, porque
las angustias y melancolías suelen acometer á los pobres excomulgados.
—¿Entonces, estoy
yo excomulgado?
—De pies á cabeza, por dentro y por
fuera, que no hay más qué decir.
mi padre, la primera vez en su vida, lloraba
y le corría las barbas abajo.
El bueno del abad animole como a un niño, le consolo como a un
desgraciado. Despues pusose a contra la historia de la Dama de las Peñas, que es mi
madre.... ¡Dios me salve!
Y pusole por penitencia ir a combatir esos perros sarracenos por tantos
años cuantos viviera en pecado, matando tantos de ellos cuantos dias hubiesen pasado en dichos años. En la
cuenta no entraban la seis semanas de la pasión de Cristo, en las que sería
irreverencia tratar con la vil raza de los agarenos.
La historia de la hermosa dama de las
sierras, palabra por palabra como estaba en la hoja blanca del santoral, decía
así, según recordó el abad.
III
En el tiempo de los reyes godos, buen
tiempo era aquél, había en Vizcaya un conde, señor de un castillo situado en
montañas fragosas, cercado por los barrancos y cañadas de extenso encinar. En
el encinar había todo género de caza, y Argimiro el Negro (así se llamaba el
ricohome) gustaba, como todos los nobles barones de España, de tres cosas buenas
: de la guerra, del vino y de las damas; pero aun más que de todo eso gustaba
de cazar.
Tenía dama hermosa que era bella y
condesa; vino, no había mejor bodega que la suya; caza, era cosa que en la selva
no faltaba.
Su padre, que había sido cazador,
cuando estaba para morir le llamó y le dijo:
-—Júrame una cosa
que no te costará nada.
Argimiro juró que haría lo que su
padre y señor le ordenase.
—Es que nunca mates fiera en cama y
con cría, sea oso ó jabalí, ó venado. Si así lo hicieres, Argimiro, nunca en
tus selvas y dehesas faltará en qué ejercites el más noble oficio de un
hidalgo. Además de eso, si tú supieras lo que un día me aconteció... Escúchame,
que es un horrible caso.
El viejo no pudo acabar, porque la
muerte le clavó en aquel momento sus garras. Murmuró algunas palabras ininteligibles,
volvió los ojos y falleciós ¡Dios sea con su alma!
Pasaron después años: cierto día
llegó al castillo del joven conde un mensajero del rey Wamba. Llamábale el rey
á Toledo para que le ayudase con su mesnada contra el rebelde Paulo. Los otros
nobles de las cercanías eran llamados como él.
Antes de partir juntáronse todos en
el castillo de Argimiro para hacer una gran cacería con más de cien alanos,
sabuesos y lebreles, cincuenta monteros, é innumerables mozos de ballesta. Era
una vistosa cacería.
Salieron con el alba; corrieron
valles y montes; batieron bosques y breñas. Era ya mediodía y aun no habían levantado,
jabalí, oso, cebra ó venado. Blasfemaban de rabia los caballeros, quejábanse y
se mesaban las barbas.
Argimiro, que por larga experiencia
conocía los sitios más profundos de la espesura, sintió en sus adentros una
tentación del diablo.
—Mis huéspedes—decía—no se irán sin
beber algunos canjilones de vino sobre una ó dos piezas de caza. Lo juro por el
alma de mi padre.
Y, seguido de algunos monteros, con
sus traillas de perros, apartóse de la compañía y comenzó á andar, á andar,
hasta que se lanzó por un valle abajo.
El valle era obscuro y triste; corría
por medio un riachuelo triste y sombrío. Las orillas eran pedregosas y daban
muchas vueltas.
Argimiró llegó á
la primera vuelta del río: se detuvo, púsose á mirar en torno y halló lo que
buscaba. Abríase una caverna en la margen fragosa que bajaba hacia la estrecha
senda por donde el caballero caminaba. Argimiro entró en la boca de la cueva, y
á una señal entraron tras de él monteros, ballesteros, alanos, sabuesos y
lebreles, haciendo gran alboroto.
Era la guarida de un onagro: la
bestia dió un gemido, y dejando sus crías, extendióse en el suelo y bajó la
cabeza como si suplicara.
—¡A ella! — gritó Argimiro; mas gritó
volviendo la cara.
La trailla saltó sobre el pobre
animal, que lanzó otro gemido y cayó todo ensangrentado.
Una voz sonó entonces en los oídos
del conde, que decía :
—Huérfanos quedarán los cachorros del
onagro; pero por el onagro tú quedarás deshonrado.
—¿Ouién se atreve aquí á decir
agüeros?—gritó el rico- home, mirando á sus monteros.
Todos guardaron
silencio, mas todos estaban pálidos.
Argimiro meditó un momento; después,
saliendo de la cueva, murmuró:
—¡Vaya con mil
Satanases!
Y entre los alegres toques de bocina
y los ladridos de la trailla, hizo conducir al castillo la presa que habían hecho.
Y, tomando á su gerifalte en el puño, ordenó á los monteros fuesen á
decir á los nobles cazadores que dentro de dos horas volviesen, porque
hallarían en su palacio comida bien aparejada.
Después, seguido de los halconeros,
encaminóse á la mansión señorial lanzando los halcones, y juntando caza de
volatería, que en aquellos montes era muy abundante.
IV
Doblaba la campana de la torre del
homenaje en el castillo del conde Argimiro: doblaba por la bella condesa que
su noble marido había matado.
Andas cubiertas de luto la llevaban á
enterrrar al monasterio vecino; los frailes van tras de las andas cantando las
oraciones de los difuntos; después de los frailes va el rico- home, vestido de
grosera estameña, ceñido con una cuerda, y rasgándose por entre las zarzas y
piedras los pies que llevaba descalzos.
¿Por qué mató á su mujer, y por qué
iba descalzo?
He aquí lo que sobre el particular
refiere la leyenda escrita sobre la hoja blanca del santoral.
V
Dos años duraron las guerras del rey Wamba: guerras fueron dignas de
contar.
Y
allá estuvo el ricohome con sus vasallos, criados y hombres de armas.
Hizo ruidosas hazañas caballerescas; pero volvió cubierto de cicatrices,
dejando en los campos de batalla gastada y consumida su valiente mesnada.
Y caminando de Toledo hacia Vizcaya,
seguíale apenas un viejo escudero. Viejo y lleno de canas y arrugas también él
estaba, no de años, sino de penas y trabajos.
Caminaba con triste y sombrío semblante, porque
de su castillo le habían venido noticias de entristecer y enojar.
Y cabalgando noche y día por montes y llanuras,
por bosques y jarales, pensaba cómo descubriria si eran falsas ó verdaderas aquellas
noticias de mal pecado.
VI
En casa del conde Argimiro, un año despues de su partida áun todo daba
muestras de la melancolía y pesar de la condesa : las salas estaban forradas de
negro; negros eran sus trajes: en los patios interiores del palacio crecía la
hierba de manera que se podia segar: las rejas y las celosías de las ventanas
no se habian vuelto á abrir : las canciones de los siervos y siervas, los ecos
de salterios y arpas habian dejado de sonar.
Mas al cabo de segundo año todo aparecía mudado: las colgaduras eran de
plata y colores; blancos y encarnados los trajes de la bella condesa; por las
ventanas del palacio traspasaba el ruido de la música y de los saraos, y la
casa de Argimiro estaba por dentro y por fuera adornada.
Un antiguo colono del noble conde fué quien de estas mudanzas le
avisara. Dolíanle tantas fiestas y placeres; dolíale la honra de su señor por
lo que él veía y por lo que se murmuraba.
He aquí cómo sucedió el caso:
VII
Lejos del condado del ilustre barón Argimiro el Negro, hacia el lado de
Galicia, vivía un hombre gardingo, como quien dice infanzón, joven y gallardo,
llamado Astrigildo ó Alvo.
Contaba veinticinco años:
los sueños de sus noches eran hermosas damas; eran amores y deleites; mas, al
romper el alba, todos se deshacían, porque al salir al campo no veía sino
pastoras curtidas del sol y las nieves, y siervas groseras de su casa.
De éstas estaba cansado. A
más de cinco había seducido con palabras; á más de diez comprado con oro; á
más de otras diez, como noble y señor que era, brutalmente violado.
A los veinticinco años, ya
en el libro de la justicia divina se le habían escrito más de veinticinco
grandes maldades.
Una noche soñó Astrigildo
que corría selvas y valles con la rapidez del viento, montado en un onagro
silvestre, y que después de correr mucho, llegaba muy de noche á una casa donde
pedía hospedaje.
Y que hermosa dama le recibía, y que en
pocos instantes uno de otro se día por debajo: un onagro del bosque estaba
allí acostado como si fuese un manso jumento; era enteramente semejante á
aquél con quien había soñado.
Sueños de tres noches, de fijo no
mienten; Astrigildo bajó al valle á prisa: sin mover pie ni mano, el onagro dejóse
enfrenar y ensillar; y á Dios y á la ventura, el caballero cabalgó en él y se
lanzó por la cuesta abajo.
Cumplíase todo punto por punto: el
onagro no corría, volaba.
Mas el cielo comenzó á entoldarse al
anochecer; la obscuridad creció y rompió en viento, truenos, lluvia y rayos.
El mancebo perdía de vista los montes, y el onagro doblaba la carrera y bufaba
violentamente. Paróse, en fin, á deshora. Sin saber cómo, Astrigildo hallóse junto
á las barreras de un solar almenado.
Tocó su bocina, que dió un son
prolongado y trémulo, porque temblaba de susto y de frío. Apenas cesó de tocar,
el puente levadizo bajó; muchos escuderos salieron á recibirle entre
antorchas, y las salas del palacio se iluminaron.
¡Era que también la condesa había
soñado tres noches!
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VIII
La clepsidra apunta la hora de sexta
nocturna, y aun dura el sarao en el castillo del señor de Vizcaya, porque la
noble condesa y el gentil Astrigildo asisten á las danzas y juegos de los
libertos y siervos, que para su divertimiento ejecutan en la sala de armas.
Mas en un aposento bajo del castillo, un hombre está en pie, con un puñal en
la mano, mirar furibundo y cabello erizado, pareciendo escuchar canción
lejana.
Otro hombre está
delante de él, diciéndole:
—Señor, aun no es tiempo de castigar
el pran pecado. Cuando se recojan, aquella luz que veis allí ha de apagarse,
subid entonces y hallaréis expedito el camino secreto á la cámara, que es la
misma de vuestras bodas.
Y el que hablaba salió; de allí á poco la luz se apagó, y el hombre de
los cabellos erizados y el mirar extraviado subió por una estrecha y tenebrosa
escalera.
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IX
Cuando por la mañana temprano, el
conde Argimiro, desde su balcón principal mandaba que llevasen el cuerpo de la
condesa á un monasterio de señoras nobles que fundara para tener allí su
enterramiento él y los de su casa, y decía á los hombres de armas que
arrastrasen el cadáver de Astrigildo y lo despeñasen de un gran barranco abajo,
vió un onagro montés acostado en un rincón del patio.
—Un onagro así de manso es cosa que
nunca vi—dijo él al colono, que estaba en pie.—¿ Cómo veo aquí á este onagro?
El colono iba á responder, cuando se
oyó una voz; diríase que el aire hablaba.
—Fué en él en quien vino Astrigildo:
él es quien lo llevará. Por ti quedaron huérfanos los pequeñuelos del onagro,
mas por vía del onagro quedaste ¡oh, conde! deshonrado. Fuiste cruel con las
pobres bestias: Dios acaba de vengarlas.
—¡Misericordia!—exclamó Argimiro,
porque en aquel momento se acordó de la maldita cacería.
En este momento los hombres del conde
salían con el cadáver ensangrentado del mancebo: el onagro, apenas le vió,
saltó como un león en medio de la turba, que hizo huir, y cogiendo al muerto
con los dientes, le arrastró fuera del castillo, y como si tuviese en sí una
legión de demonios, fué á precipitarse con él, el barronco abajo.
Por eso el conde, ceñido de cuerda, y
descalzo, iba tras los frailes y el túmulo. Quería hacer penitencia en el monasterio,
por haber quebrantado el juramento que había hecho á su padre.
Las almas de la condesa y del
gardingo cayeron de golpe en el infierno por haber dejado la vida en
adulterio, que es pecado mortal.
Desde aquel tiempo las dos míseras almas se han aparecido á mucha
gente en los despoblados de Vizcaya: ella, vestida de blanco y encarnado,
sentada en las peñas cantando dulces tonadas, él,retozando por allí cerca en
figura de onagro.
Tal fué la historia que el
viejo abad contó á mi padre, y que él me relató á mí ántes de ir á cumplir su
penitencia en esa guerra de moros que le fué tan fatal.
Así concluyó Iñigo Guerra,
Briarte, el paje Briarte, sentia erizársele los cabellos. Por largo tiempo
quedó inmóvil en frente de su señor: ambos en silencio. El joven rico- home no
podía probar bocado.
Sacó por fin de la escarcela la carta
de don Diego para volverla á leer. Las miserias y lástimas que el ricohome allí
contaba eran tales, que don Iñigo sintió que el llanto le corría abundante por
las mejillas.
Entonces levantóse de la mesa para
irse á acostar. Ni el barón ni el paje pegaron ojo en toda la noche: éste de
medroso, aquél de desconsolado.
Y
en los oídos de Iñigo Guerra sonaban de continuo las palabras de
Briarte: «¿ Por qué no vais á la sierra á buscar á vuestra madre? Sólo por
encantamiento sería, de seguro, posible sacar de entre las garras de los moros
al noble señor de Vizcaya».
Al fin rompió la alborada.
Continuara
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