La Quinta Elegía
Dedicada a Frau Hertha
Koening [9]
¿Pero quiénes son
ellos, dime, los ambulantes, los que
son un poco más fugaces aún que nosotros mismos,
los urgentemente retorcidos, desde pequeños, por qué
—¿por amor de quién?— voluntad nunca satisfecha?
Pero ella los retuerce, los dobla, los entrelaza, los
hace girar, los arroja y los vuelve a atrapar;
como provenientes de un aire aceitado y más terso,
bajan a la alfombra desgastada, luida por su salto
perpetuo, a esta alfombra perdida en el universo.
Colocada como un parche, como si ahí el cielo
de los suburbios hubiese herido la tierra.
Y apenas ahí,
derecha, presente y revelada: la gran inicial
del Estar-Ahí [10]..., pues incluso a los hombres
más fuertes los aplasta nuevamente, por broma, la mano
crispada siempre próxima, como a un plato de estaño
Augusto el Fuerte en la mesa. [11]
Ay, y alrededor de este
centro, la rosa del espectáculo: [12]
florece y se deshoja. Alrededor de este pisón,
este pistilo, reencontrado por su propio polvo florido,
para volver a fecundar el fruto aparente del tedio,
su tedio nunca consciente —reluciendo con la más
delgada superficie de ligera, aparente sonrisa.
Ahí, el marchito, arrugado levantador de pesos, [13]
el viejo, el que ya nada más toca el tambor,
contraído dentro de su piel poderosa, como si antes
hubiera contenido dos hombres, y ya uno
yaciera ahora en el panteón, y él sobreviviera al otro,
sordo y a veces un poco
confundido en la piel viuda.
Pero el joven, el hombre, como si fuera el hijo
de un pescuezo y de una monja: tirante, relleno, tenso
de músculos y de simpleza.
Oh, ustedes,
a los que en otro tiempo, una pena, que era pequeña
todavía, los recibió, como juguete, en una
de sus largas convalecencias...
Tú, que caes con el golpe
que sólo las frutas conocen, verde todavía,
diariamente cientos de veces del árbol del movimiento
construido en común [14] que, más rápido que el agua,
en escasos minutos tiene primavera, verano y otoño),
cae y golpea sobre la tumba;
algunas veces, a media pausa, quiere asomar en ti
un amable rostro para tu madre, rara vez tierna,
pero se pierde sobre tu cuerpo, que lo consume
en su superficie, el tímido gesto apenas intentado...
Y nuevamente el hombre da una palmada anunciando
el salto a tierra, y antes de que, en las cercanías
del corazón siempre encarrerado, se distinga en ti
claramente un dolor, le llega el ardor
de las plantas de los pies a él, su salto originario:
primero en ti, en los ojos, con un par de lágrimas
fugitivas, físicas. Y sin embargo, a ciegas,
la sonrisa...
¡Angel! Oh, tómala, arráncala, la hierba curativa,
florida y pequeña. Haz una vasija, ¡guárdala! Colócala
entre esos goces que todavía no están abiertos
para nosotros; en una urna hermosa alábala
con una inscripción elocuente y florida:
“Subrisio Saltat” [15]
Entonces tú, preciosa,
tú, de los goces más excitantes
muda omisión. Quizás son
tus rizos dichosos para ti;
o sobre los jóvenes
pechos tensos, la seda verde, metálica,
se sienta interminablemente mimada y no le falta nada.
Tú,
colocada una y otra vez de modo diferente, sobre
todos los oscilantes platillos de la balanza,
fruta de la serenidad, llevada al mercado,
públicamente, entre los hombros.
¿Dónde, oh dónde está el lugar —lo llevo
en el corazón— donde ellos, ni de lejos, podían
desprenderse unos de otros, como encabalgándose,
no exactamente como animales apareados; donde los pesos
de la balanza todavía tienen gravidez, donde todavía,
de sus varas inútilmente oscilantes, los platillos
se tambalean...
Y de pronto, en este penoso ningún lado, de pronto,
el inefable sitio donde el puro demasiado-poco
incomprensiblemente se transforma, trocándose
en ese vacío demasiado-mucho.
Donde la cifra de muchos números
se queda sin ninguno.
Plazas, oh plaza en París, teatro interminable,
donde la modista, Madame Lamort,
enlaza, teje los incansables caminos del mundo, cintas
infinitas, y encuentra nuevas formas de enlazarlas:
volantes, flores, escarapelas, frutas artificiales,
todas falsamente coloreadas, para los baratos
sombreros de invierno del destino.
* * * *
Angel: si hubiera una plaza que no conociéramos, y ahí,
sobre una alfombra inefable, los amantes mostraran
aquéllas, las que aquí nunca lograron hacer posibles:
las audaces, altas figuras de los impulsos del corazón:
sus torres de placer, levantadas desde hace mucho,
donde nunca hubo suelo, solamente escalones
que se apoyan uno en otro, temblorosos —si pudieran
hacerlo, ante los espectadores en corro, entonces,
¿los innumerables muertos silenciosos, arrojarían
sus últimas, siempre ahorradas, siempre secretas,
desconocidas para nosotros, eternas monedas vigentes
de la felicidad, ante la pareja, por fin verdaderamente
sonriente, sobre la apaciguada
alfombra?
[9]
Propietaria (en 1915) del cuadro de Picasso Les
Saltinbanques(pintado en 1905) al que Rilke alude varias veces en esta
elegía. Ver notas 10, 12, 13 y 14.
[10] La gran inicial es la letra D de
“Dastehen” y de “Dasein”, existir (muchas metáforas e ideas poéticas de Rilke
fueron retomadas por la filosofía de Heidegger); según Eudo C. Mason, las
figuras de los saltimbanquis en el cuadro de Picasso conforman una especie de
letra D, de la que el arlequín constituiría la línea vertical y el niño más
chico el final de la curva. (La mujer del extremo está fuera del grupo de los
saltimbanquis, y más bien representa al espectador).
[11] Príncipe elector de Sajonia, se
divertía deformando platos de estaño con la mano (Barjau).
[12] Glosa de toda la estrofa —resumida del
comentario de Leishmann: los saltimbanquis configuran la flor del espectáculo,
su centro, su pistilo; con sus saltos sobre la tierra, como manos de mortero o
triturador, o pisones (“Stampfer”), levantan polvo florido, que a manera de
polen los refertiliza. Así surge la rosa del espectáculo, aparente o falsa flor
del tedio, que provoca la sonrisa igualmente superficial, ligera y luminosa,
del tedio de los propios saltimbanquis.
[13] En el cuadro de Picasso, el ex-hombre
fuerte, el saltimbanqui gordo, con gorro. Se describen luego otras figuras: el
"Hijo de un pescuezo y de una monja" es el arlequín; quien cae
"con el golpe que sólo las frutas conocen", el niño más pequeño; la
mujer del extremo es acaso su madre "rara vez tierna"; del
adolescente del tambor no se hace mayor mención; la muchacha es la “fruta de la
serenidad, llevada al mercado”.
[14] El árbol humano —en gimnasia,
pirámide— que construyen, montados unos sobre otros, los saltimbanquis.
[15] Abreviación de una frase latina: “Subrisio
Saltatoris”, la sonrisa de los saltimbanquis. Inscripción a manera de los
membretes de los herbolarios y las farmacopeas medievales para las sustancias
curativas y mágicas.
Rainer María Rilke
Versión y notas de José Joaquín Blanco
0 comentarios:
Publicar un comentario