TEMAUQUEL
Yo os quiero hablar de nuestro
mundo, de nuestras cosas, y os ruego que tengáis un poco de paciencia, pues
comenzaré con lo más lejano y remoto. No os quiero ocultar nada: habéis de
saber cómo se originaron y formaron todas las cosas y lo que representa cuanto
nos rodea. Tened, pues, un poco de paciencia.
En aquellos tiempos lejanísimos,
en el principio de los principios, existía sólo ÉL, Temáuquel.
Nadie sabe de dónde proviene,
pues siempre fue y será. Sabemos, sin embargo, que El hizo el mundo.
Pero fue un mundo distinto del
que vemos hoy día. Había una tierra plana, sin montañas, ni selvas, ni ríos, ni
guanacos, ni aves, ni coruros. Sobre esa tierra plana se levantaba un cielo
bajo, sin sol, ni luna, ni astros. No había, por lo tanto luz en el día, pero
las noches tampoco eran tan profundas e impenetrables como se nos presentan
ahora, cuando las tormentas azotan nuestra tierra, pues no había vientos, ni
nubes, ni nevazones. Una semioscuridad envolvía todo el mundo.
Y tampoco había en él hombres, y
por lo tanto le faltaba la alegría de la sonrisa humana y el llanto de su
dolor. Era un mundo sin sentimiento, el principio de nuestro mundo actual, nada
más.
Lo único que existía era, pues,
Temáuquel, y esa tierra, y ese cielo incoloros: planas como una pampa sin
límites, aquélla; inerme y sumido en penumbra, éste.
Eso es cuanto sabemos de los
tiempos más remotos; ese era el principio de los principios, el comienzo de
nuestro mundo.
Me preguntaréis, ahora, qué era
Temáuquel. ¿Era un hombre como nosotros? ¿Cazaba, comía, dormía, tenía hijos
como nosotros? Todo eso os lo voy a explicar con todo cuidado y detalle.
Escuchadme.
Hablamos muy poco de ÉL, y cuando
lo hacemos; sentimos dentro de nosotros mucha seriedad y recogimiento. Por eso
os hablaré de ÉL en voz baja. Acercaos un poco.
Os lo diré, desde luego: Temáuquel
es caspi, y nada más que caspi.
Pues bien, me preguntaréis qué es
caspi.
¿Habéis visto alguna vez el reflejo
de vuestro rostro, en uno de esos días de sol claro y brillante de nuestra
hermosa primavera, en el espejo de una fuente cristalina? Recuerdo
perfectamente cuando observé, por primera vez, mi propio rostro en esa forma.
Era joven, un niño de pocos años. Me precipité sobre el agua y quise prender la
imagen, pues me parecía digna de hacerla mía (ni sospechaba siquiera que era mi
propio rostro). Pero al tocar el agua y agitar su frágil superficie, se
desfiguró la imagen, y luego desapareció. Después se me ocurrió que había sido
mi propia figura. ¿Pero era realmente yo?
No podía ser. Toqué mi rostro, y
se encontraba distante del agua. Además, era de carne y hueso, y lo podía
sentir, produciéndome la sensación de algo sólido y cálido. Esa imagen en el
agua, en cambio, no la podía tocar. Era como una sombra, aunque colorida, eso
sí que impalpable. ¿Qué era, entonces? Digo que era mi caspi.
¿O no habéis Visto alguna vez la
imagen de un fallecido? En los tristes años de vejez que llevo, muchas veces se
me acerca el rostro querido de mi mujer difunta. Es como si hablara conmigo,
especialmente en las largas noches de invierno, cuando brama-la tormenta, y la
lluvia inunda nuestra tierra. ¿Pero es ella? No, pues falleció hace muchos
años, y yo mismo la sepulté, y vi que sus carnes se podrían y hacían tierra.
Pero ella vive todavía de cierta manera, pero no es su cuerpo lo vivo, sino su
caspi, su man.
Así también es Temáuquel: caspi y
nada más que caspi.
Por eso tampoco bebe, ni, come,
ni duerme como nosotros. No necesita de todo eso, pues el caspi no requiere de
nuestros alimentos ni bebida, ni se cansa. Sencillamente, porque no tiene
cuerpo.
Pero Temáuquel no es tampoco un
caspi humano. Nuestro caspi es una imagen de nosotros, pero nadie jamás ha
podido afirmar haber Visto una imagen de Temáuquel, porque El nunca tuvo
cuerpo. Su caspi no es, por lo tanto, humano, ni comparte los sentimientos que
animan a los hombres.
No obstante, Temáuquel es también
caspi, aunque distinto del nuestro. Desde luego, tiene poder, un poder inmenso,
sobrehumano, tan grande que fue capaz de hacer esta tierra y ese cielo, tal
como existían en los tiempos remotísimos de que os he hablado. Y sigue teniendo
ese poder, pues es el Amo de los Hombres, y todos nosotros estamos sometidos a
ÉL.
Por eso lo tememos, aunque lo
tenemos en la mayor estimación y aprecio. Si no cumplimos lealmente los
mandamientos que nos impuso Quenós, por orden de ÉL, nos envía las enfermedades
y la muerte, castigando así nuestra desobediencia. ¡Tan grande es su poder!
Por eso también las mujeres,
cuando la familia se cobija en torno del hogar, protegiéndose debajo de la gran
carpa de pieles contra los vendavales y las corrientes de agua que se
precipitan del cielo , por eso, digo, las mujeres arrojan un tizón a la fría
noche, murmurando entre dientes: "Esto es para TI ALLA ARRIBA".
Me preguntaréis, tal vez, si
Temáuquel, junto con castigar a los malos y desobedientes, no recompensa a los
buenos y obedientes. Pero ¿qué motivos tendría para hacerlo? ¿No es el hombre
bueno por naturaleza? ¿Tiene, entonces, derecho a recompensa por serlo, cuando
su naturaleza es buena? No, Temáuquel no se preocupa de los buenos, pues ellos
se limitan a cumplir con sus deberes, protegiendo a sus mujeres, sus hijos y
sus congéneres, como veréis más tarde. Sólo le corresponde castigar a los
malos, y eso lo hace en esta vida.
Ahora me consultaréis dónde
reside Temáuquel, y os lo diré. Vive más allá de las estrellas. Mas no sé de su
residencia. Sólo os puedo agregar que el país en que vive se llama cielo y que
ese cielo está mucho más lejano que el sol, la luna y las estrellas. Desde allá
gobierna, en realidad, el mundo.
Pero no debéis creer que se
preocupe de todos los asuntos y quehaceres de aquí abajo. No tiene por qué
hacerlo, pues —como ya os relaté— se limitó a crear este mundo y ese cielo
visibles para nuestros ojos. Todo lo que ocurrió a continuación, de lo que
luego os hablaré, no lo hizo él, sino Quenós, los hóhuen y los hombres que
vinieron después, a quienes corresponde la responsabilidad por ello, y no a
Temáuquel. EL QUE VIVE EN EL CIELO sólo se preocupa, desde entonces, de velar
porque los malos reciban su castigo.
El poder de Temáuquel es tan
grande, que es capaz de separar nuestro cuerpo de nuestro caspi y de llamar al
caspi a residir con él ALLA ARRIBA. Esto ocurre con motivo de lo que los
hombres llamamos la muerte, la que no conocían los hóhuen, pues ellos eran
inmortales, como luego veréis. Eran tan inmortales como Temáuquel.
EL QUE VIVE EN EL CIELO no ha
bajado jamás a este mundo, ni tiene por qué hacerlo, pues ve todo desde su
residencia celestial. Ninguno de nosotros es capaz de encontrar un escondite
suficientemente profundo para sustraerse a su mirada, ni en lo más oscuro de
nuestras selvas, ni en la más negra de las cuevas de nuestras montañas.
Temáuquel es capaz de descubrirnos en todas partes. Mira a través de nuestro
cuerpo y ve nuestros pensamientos. Ni siquiera el espesor de nuestros
ventisqueros es capaz de impedir que pase por ellos su mirada.
AQUEL ALLA ARRIBA es el más solitario
de todos los solitarios. Antes que creara esta tierra plana y ese cielo sin
astros, había sólo ÉL; y con todo lo que Quenós, los hóhuen y los que vinieron
después de ellos han agregado a este mundo, El sigue siendo el Amo y Señor de
todo ella, y continúa siendo tan solitario como lo fue en el principio de los
principios. No tiene mujer, ni hijos, ni parientes. Ni siquiera Quenós, quien
fue enviado por El a este mundo, para darle forma y crear hombres, no es hijo
de ÉL, ni pariente, ni amigo. Vive muy distante de nosotros, y nadie se le
puede acercar. Jamás se cansa. No conoce el sueño. Es eterno, nadie lo formó, y
cuando termine todo lo que hay en este mundo, cuando ya no salga ningún sélknam
a cazar guanacos, ni viva sélknam alguno en esta tierra, El siempre existirá, y
no tendrá fin, como jamás tuvo principio.
Texto de Carlos Keller,
en una reelaboración del material de Gusinde.
Antologia de la Poesia Religiosa Chilena